NIÑOS DE TIZA
David Torres
Algaida, 2008
Entre tanta basura que empuja a la peor de las apatías, tanto mamotreto pontificado y barnizado con una pátina de narrativa rien ne va plus, tanto camelo literario de sabor experimental, iniciático e incomprensible y tanto autor encantado de conocerse a sí mismo, uno, de cuando en cuando, tiene la fortuna de toparse de bruces con una novela honesta, correctamente escrita, bien resuelta y cuya única pretensión parece ser la de contar una buena historia y hacerlo con oficio y solvencia. Exactamente ése resulta ser el caso de Niños de tiza (Algaida, 2008), la última novela de David Torres (Madrid, 1966), justamente galardonada con el XXX Premio Tigre Juan. Una novela en la que su autor recupera a Roberto Esteban, el inefable protagonista de El gran silencio, para desarrollar una historia destinada a rescatar la memoria de una generación que creció jugando al escondite, a las canicas o a la peonza en los parques de su barrio; una generación que conoció la tan cacareada transición desde una perspectiva no tan trascendente desde el punto de vista histórico pero mucho más relevante desde el punto de vista del bagaje personal. Una novela de vivencias, de momentos, de retazos, donde, a la postre, el aspecto más apreciable no resulta ser el dónde ni el quién sino el cuándo.
Roberto Esteban, un ex boxeador que se gana la vida arrendando al mejor postor sus aptitudes físicas, regresa, tras años de ausencia, al barrio en el que transcurrió su infancia. Una vez allí, entre recuerdos y vivencias pasadas, Esteban se verá inmerso en una intrigante y peligrosa trama de especulación inmobiliaria cuyas ramificaciones terminan por entrelazarse con un dramático suceso ocurrido tiempo atrás: la muerte aparentemente accidental de una niña minusválida, amiga de la infancia del protagonista.
El texto, escrito en clave de novela negra, articula su trama en torno a dos tiempos paralelos a lo largo de todo el relato: uno, un tiempo actual por donde fluye una historia de crímenes, corrupción, venganzas y desencuentros y otro, en el que a modo de flashbacks impecablemente entrelazados, el protagonista va dando rienda suelta a sus vivencias de la infancia y a cómo éstas mantienen curiosas implicaciones con los hechos presentes. Y es precisamente en ese segundo tiempo donde el autor obra su mayor mérito y el texto juega su mejor baza. Su planteamiento supone una acertada y emotiva evocación de un retorno a Ítaca, un regreso a esa nostálgica terra cognita que conforma la patria de una infancia reconocible por muchos de los lectores. Página tras página, David Torres va desgranando con maestría y fidelidad un universo conocido y añorado, plenamente identificable por todos aquellos que tuvieron —tuvimos— la fortuna o la desgracia de pertenecer a esa generación perdida que creció sin conocer lo que era la Playstation pero que, a cambio, disfrutó desollando las palmas de sus manos mientras trazaba circuitos de chapas en la arena. En el fondo, lo llamativo de Niños de tiza es que la parte policíaca de la trama, a pesar de formular una historia redonda, ágil, fascinante y sólidamente construida, aparenta ser en realidad un pretexto, un vehículo con el que pasear por un entrañable imaginario que nos remite con precisión a esos tiempos perdidos pero no olvidados donde los niños jugaban en la calle de sol a sol mientras las madres, en lugar de llamarlos al móvil, lo hacían a voces desde las ventanas; un tiempo donde los raspones de las rodillas no curaban nunca, las lagartijas aún se cazaban y el barrio era el espacio de juegos, el hábitat natural de un niño. Un contexto que el autor logra recuperar con habilidad y, lo que es más difícil, transmitírnoslo con un preciosismo narrativo admirable, plagado de clarividentes metáforas —la de los pollitos de colores supone una de las más interesantes y contundentes alegorías que he leído en mucho tiempo— y de un lirismo cuyo poder de evocación trasciende más allá de la mera descripción.
Divertida, conmovedora y trepidante, Niños de tiza supone, no la consagración —circunstancia sobradamente constatada—, sino la innegable reválida de David Torres como uno de los valores más firmes e interesantes del actual panorama literario.
Parque Coimbra, junio de 2008