EL IMÁN Y LA BRÚJULA
Juan Ramón Biedma
ZETA Bolsillo, 2008
Películas snuff, malditismo intelectual, intereses políticos, sordidez y podredumbre moral. Todos estos elementos confluyen en la excelente El imán y la brújula (ZETA Bolsillo, 2008) de Juan Ramón Biedma (Sevilla, 1962), una novela cuyo argumento nos remite a la España de mediados de los años 20, con un fascismo latente incubando entre determinados estamentos militares y una monarquía cuyo crédito e influencia, tras el desastre de Annual, se resquebraja bajo la dictablanda de Primo de Rivera. En este escenario, Éctor (sin hache) Mena, antiguo profesor, antiguo combatiente de la guerra de Marruecos, antiguo desertor y antiguo presidiario reconvertido, con el devenir del tiempo, en estraperlista, recibe desde las más altas instancias el encargo de localizar dos películas que, junto a una tercera aparecida en el mercado negro, constituyen una trilogía filmada catorce años atrás por un grupo de indolentes aristócratas constituidos en transgresora secta intelectual de culto autodenominada Los Saturnianos y en cuyo metraje, entre las más diversas depravaciones, puede contemplarse el asesinato ritual de un hombre. Unas filmaciones cuyo contenido, de hacerse público, podría poner en graves apuros a determinadas personalidades convirtiendo el asunto en una cuestión de estado.
Escrita en clave de novela negra, El imán y la brújula, desdibuja un escenario a caballo entre Sevilla y Madrid en el que se aúna el género detectivesco con un entramado oscurantista, casi de ambientación gótica, y el desarrollo de una trama que nos es mostrada en forma de retazos tan lúcidos como impactantes, muy cercanos al inquietante sustrato de la novela fantástica. Asfixiantes relámpagos plagados de un intenso horror vacui que termina por rellenar aquellos aspectos que, con magistral pulso, el autor deja en el aire empleando un admirable dominio de la elipsis. El texto es una perfecta comunión entre un elenco de personajes extraños y distorsionados, tanto que en ocasiones parecen evidentes deudores de La parada de los monstruos —impagable la escena de la subasta clandestina de los restos de un antiguo fenómeno de feria—, y una trama que termina por conducirnos, a través de una densa, ineludible e impenetrable atmósfera —evocada en el texto por la eterna niebla amarilla que envuelve las sucesivas escenas—, a un universo tan repulsivo como subyugador donde, junto al hastío y el descreimiento de aquellos que se sienten por encima de toda autoridad moral, conviven los intereses políticos de las más altas esferas. Al margen de lo cuidado y atrayente de su trama, uno de los aspectos más llamativos del texto reside en el tono y el aspecto formal empleado por su autor. La novela, narrada en tiempo presente, emplea un lenguaje audaz, descarnado y dinámico donde las acciones se suceden sin tregua dejando muy poco margen al respiro y en las escasas ocasiones en el que éste se produce, cuando la acción deja paso a la reflexión, el poso obtenido resulta sombrío, desapacible e inquietante, un trasfondo que nos envuelve y nos acerca, más allá incluso de lo deseable, a ese magnético horror que Juan Ramón Biedma nos transmite con envidiable maestría página tras página. Un horror no explícito salvo en contadas ocasiones pero continuamente presente a lo largo de todo el relato. Una turbación cuya perfecta analogía sería la contemplación de una buena película de terror en la que, a pesar de no querer perdernos el más mínimo detalle, su visionado nos obliga a observarla con una mano sobre los ojos, dispuestos a cubrirlos a la menor oportunidad en la que la barbarie, a la vuelta de cualquier esquina, pretenda salpicarnos.
Por otro lado, conviene destacar la perfecta labor de recreación llevada a cabo por el autor la cual nos sumerge de forma precisa e inapelable en el ambiente de aquellos tumultuosos años prerepublicanos y en la que resulta obvia la existencia de una excelente y exhaustiva labor de documentación. Quede pues El imán y la brújula como perfecto ejemplo de que, en España, pueden escribirse excelentes novelas de intriga y hacerlo empleando para ello nuestro propio legado histórico y cultural. Menciones como la fábrica de armas químicas de La Marañosa, los cafés de Madrid, las chabolas de Príncipe Pío o el canódromo del Metropolitano resultan plenamente afortunadas en cuanto a fondo y forma. Otro interesante aspecto a destacar es la extensa cantidad de guiños, unos más explícitos que otros, que el autor introduce en la trama y que, tras su descubrimiento, conceden al lector avezado unas dosis extra de complacencia cuando no de complicidad ayudando a matizar determinados aspectos anecdóticos de la narración. Particularmente llamativo resulta un continuo guiño que nos introduce en un desconcertante y paradójico juego con uno de los personajes, un militar llamado Jaime de Andrade que firma sus escritos como Francisco Franco, cuya intervención tendrá una especial relevancia en la apasionante vuelta de tuerca final con la que concluye la historia.
Una novela, en suma, que deleitará tanto a los más exigentes seguidores de la literatura de detectives como a los amantes de la literatura de ambientación oscura y siniestra. Un texto que contiene sobradas cualidades tanto para satisfacer a unos como a otros. Y no quedarse corto con ninguno de ellos.
Parque Coimbra, marzo de 2008