EL TIRADOR
Esa noche hacía un frío duro, intenso, en lo alto de aquel edificio y aun así le sudaban las manos. Metódico, introdujo una bala en la recámara de su rifle Remington M40A1 Custom, comprobó cómo el cerrojo del mismo se desplazaba abriendo y cerrando con suavidad y esperó.
No recordaba su primera vez, ni tan siquiera recordaba la última, pero aquellas sensaciones se habían convertido en algo familiar cada vez que realizaba un trabajo: opresión en el pecho, sequedad en la boca y latir de sienes. Todo aquello debería ser ya pura rutina para él, pero nunca acababa de acostumbrarse. No podía evitarlo. Y particularmente en esta ocasión. Otras veces, el trabajo había sido por cuenta ajena, pero esta vez era diferente. En esta ocasión era por cuenta propia y tal vez, por ese motivo, sentía una mayor inquietud acerca del desenlace. No por lo que pudiera sucederle, sabía que eran gajes del oficio más que asumidos. El autentico problema era su profundo temor a no ser capaz de completar su tarea con éxito. En esta ocasión deseaba, por encima de todo, desempeñar su labor con absoluta y milimétrica precisión. El mero pensamiento de que algo pudiera fallar le angustiaba más de lo habitual. Miró su reloj.
22:30.
Encendió un cigarrillo dándole una profunda calada, como si quisiera eliminar el frío de su cuerpo absorbiendo el calor que desprendía aquella diminuta brasa. Aún tenía tiempo, una media hora, para repasar mentalmente su plan. Llegaría sobre las 23:00, en un BMW negro escoltado por dos vehículos, uno precediéndole y otro detrás cerrando la comitiva. En primer lugar descendería el equipo de custodia que, después de un rápido reconocimiento visual del lugar, aprobarían o desautorizarían el que el presidente descendiera del coche. Le abrirían la puerta del vehículo y una vez abajo, se encaminarían hacia el interior del edificio, con la escolta formando un circulo alrededor suyo.
Seis metros.
Tan sólo seis metros de acera separaban el bordillo de la entrada del edificio, por lo que dispondría únicamente de entre cuatro y seis segundos para llevar a cabo su cometido. Solo tendría una oportunidad, un único disparo y no había lugar a cometer ningún error. No podía permitírselo. Aquel hijo de puta debía pagar lo que había hecho. Lo que le había hecho a su Sandra. Su pobre niña. Ni con todo su poder ni con todas sus influencias iba a escapar de su destino. Se sentía como un dios, juez inexorable, que más que venganza, imparte justicia.
22:40.
Como flashes, imágenes recientes rondaron por su cabeza. Su hija despidiéndose con un fugaz beso antes de salir a divertirse. Su espera más allá de lo razonable. Ya de madrugada, la policía en la puerta de su casa. La llegada al Instituto Anatómico Forense. El ambiente vacío, aséptico y tétrico de la sala. El acre olor a desinfectante. La tensión. Y al final, una fría camilla con una sabana, un cuerpo debajo y el deseo anhelante, según iba acercándose a él, de que ese cuerpo no fuera el de Sandra. Después, la terrible constatación. Su pobre Sandra, destrozada, casi irreconocible de no ser por aquella mancha de nacimiento en su cadera izquierda. “Muerte por traumatismo cráneo-encefálico” dictaba el informe de la autopsia que, bajo cuerda, había podido obtener a través de un ayudante del forense. El dinero podía comprar muchas cosas, aunque de nada le iba a servir el suyo a aquel cerdo al que estaba esperando en la azotea. Pero el informe, además de la causa última de la muerte, explicaba muchos más detalles: golpes por todo el cuerpo, ensañamiento, heridas incisas con objetos punzantes, violación, desgarro vaginal y anal por introducción de un objeto romo de gran diámetro, quemaduras de cigarrillo, contusiones múltiples en cuerpo y rostro producidas por un objeto similar a una porra —casi con seguridad, el mismo objeto con el que le provocaron los desgarros— hasta dejarla desfigurada. Algunas lesiones fueron infligidas postmortem pero la gran mayoría se produjeron en vida. Más que un informe forense, aquello parecía el decálogo del marques de Sade. Pero con lo que aquel cerdo no había contado era con que la víctima que había elegido para sus repugnantes juegos, aquella víctima que probablemente eligió al azar en cualquier pub o discoteca, le iba a salir tan cara. El destino, ese cabrón que juega con cartas marcadas, le había repartido esta vez una mano funesta. Había despreciado el factor azar y éste le había devuelto la ofensa al darse la irónica circunstancia de que el padre de esa niña de dieciocho años era uno de los asesinos a sueldo mejor considerados —y más buscados— del oficio con los suficientes contactos en determinados ambientes para haber podido tirar del hilo hasta llegar al ovillo. También había sido mala suerte, pero que se joda. Peor suerte había sufrido su hija y él la estaba soportando de forma estoica. Una ráfaga de aire helado le hizo volver a la realidad. Apuró el cigarrillo y lo apagó cuidadosamente. En la noche, la brasa podía apreciarse con facilidad desde la distancia y eso daría al traste con sus planes. Volvió a consultar su reloj.
22:50.
Lentamente estiró sus músculos que comenzaban a entumecerse a causa del frío y se dispuso para el momento. Se asomó al borde de la azotea e inspeccionó la calle. Al margen de la aglomeración de gente y los medios de comunicación que esperaban a la comitiva, todo estaba relativamente tranquilo. Revisó y ajustó la mira telescópica de su viejo Remington, compañero de muchas fatigas. Le gustaba ser concienzudo en su trabajo. Se subió las solapas de la cazadora y siguió esperando. Le quedaba ya muy poco a aquel cabrón. Se lo había ganado con creces. Solo una alimaña era capaz de hacer lo que él hizo y a las alimañas hay que matarlas, por mucho dinero, poder o influencias que tuvieran. Todo eso no le iba a ser de gran ayuda. Mientras pensaba en todo aquello, se reía entre dientes, sin mucha gana. En los días anteriores, durante la elaboración de su plan, pensó que disfrutaría más de aquel momento, pero, en ese preciso instante, se dio cuenta que tantos años haciendo lo mismo le habían quitado todo el sabor. En cierta manera, le molestaba el hecho de que su víctima no fuera a enterarse de nada. Un disparo directo a la cabeza y se acabó. Por su mente cruzó la idea de que aquel bastardo merecía sufrir lo que sufrió su hija, pero, por suerte o por desgracia, él era ante todo un profesional y eso le hacía ser desapasionado —que no imparcial ni objetivo, al menos en esa ocasión— en lo que estaba haciendo. Quizá por ese motivo había aguantado tanto tiempo siendo uno de los mejores. Por su capacidad de desconectar sus emociones cuando desempeñaba su trabajo.
De pronto, el sordo murmullo que se oía en la calle fue creciendo hasta convertirse en un distinguible clamor. Se incorporó despacio, apoyándose en la baranda y oteó la calle a través de los prismáticos infrarrojos. Por el final de la avenida se acercaba una comitiva de tres vehículos, con el del presidente en medio, tal y como había previsto. Las 22:56. ¡Mierda!, llegaban con antelación. Sin moverse de su posición, cogió el rifle despacio, lo acarició y se colocó en posición de disparo, apoyando el bípode del mismo en la baranda para evitar movimientos indeseados y obtener mayor precisión. Una irónica idea rondó su cabeza. Menuda iba a organizarse al día siguiente en todos los medios de comunicación, mención aparte del escándalo, que por supuesto, él iba a encargarse de airear con las pruebas que había podido reunir gracias a su dinero y sus contactos. Pero para entonces, él esperaba estar ya lejos. Muy lejos.
Apoyó suavemente la culata en su hombro y pego su mejilla a ella, sintiendo el suave tacto de la madera contra su cara, hasta acomodar su vista a la mira telescópica. Por el visor iba siguiendo el trazado de la comitiva que se iba acercando a su destino, el edificio frente al cual se encontraba apostado. El vello de la nuca se le erizó y el latir de las sienes se le hizo casi insoportable. Por fin, la comitiva se detuvo abajo, en la calle. Tal y como había previsto, los guardaespaldas de los coches delantero y trasero descendieron de sus vehículos a toda velocidad y realizaron una rápida inspección ocular sobre la multitud. El gentío gritaba ensordecedor, vitoreando al presidente. Los periodistas se acercaban a la comitiva con sus cámaras. Los músculos del tirador se tensaron como el acero. Al parecer, el séquito había dado el visto bueno a la inspección ocular previa y dieron orden de abrir la puerta del vehículo del presidente. Las sienes parecían a punto de estallarle. Los guardaespaldas seguían vigilando hacia todos lados mientras el presidente iniciaba el descenso de su vehículo. En la mira telescópica, visor y objetivo se fundieron en uno sólo. Apoyó su dedo sobre el gatillo muy despacio, suavemente, como acariciándolo. El presidente y su séquito echaron a andar en dirección al edificio.
¡Bang!.
En el televisor se iniciaba el informativo. El busto de la presentadora apareció en la pantalla, hablando con voz monótona, abriendo el noticiario con la información nacional.
—Buenas tardes. Giro inesperado en la investigación sobre el atentado sufrido por el presidente cuando acudía ayer a una cena de gala en honor de unos mandatarios extranjeros de visita en nuestro país, atentado del que, afortunadamente, salió ileso y en el que resulto muerto un miembro de su escolta. Han llegado de manera anónima, tanto a nuestra redacción como a las distintas redacciones de los principales medios de comunicación del país, documentos que parecen probar la implicación de dicho escolta en el caso de violación y asesinato de la joven Sandra Deveraux, que, como recordarán, apareció muerta en un descampado hace apenas una semana. Por otra parte, hasta el momento, el atentado no ha sido reivindicado por ningún...
Desde su butaca pulsó el botón del mando a distancia, apagando el televisor. Encendió un cigarrillo, sonrió irónicamente y siguió contemplando el retrato de su hija con infinita tristeza.
Alcorcón, mayo de 2002