SENSUALIDAD TRU(SU)CULENTA
La mujer se llevó las manos a la espalda en un gesto natural no exento de elegante coquetería y, con un hábil y preciso movimiento, soltó el broche que cerraba su sujetador. Sus pechos, por efecto de la gravedad, oscilaron a diestra y siniestra con un suave e hipnótico bamboleo.
Él contempló con alborozo aquellos senos rollizos, profusos, rotundamente esféricos, envueltos en suave piel color canela y sobre los que se esculpían unos pezones erguidos, exquisitos, desafiantes, enmarcados por una tenue aureola que, sin ser mística como la que se le atribuía a las santas, sí evocaba remembranzas de celestialidad.
Admiró aquellos pétreos aguijones con el mismo júbilo contenido con el que se disfruta de la contemplación de dos piezas únicas, de dos diamantes de talla rosácea. Anhelaba la oportunidad de tener aquellos hermosos apéndices a su alcance, de sentirlos suyos, de chuparlos, morderlos, lamerlos, exprimirlos hasta que ella dijese que ya era suficiente.
Ante la extática visión, él rompió a llorar amargamente, más por la ambición y la premura por saborearlos que por el miedo a perderlos. La mujer, con infinita ternura, le tomó la cabeza y la posó sobre su regazo. Él alzó sus manos vacilantes y temblorosas para acariciar con las yemas de sus dedos la tersa y suave piel de aquel redondo Valhalla. Ella introdujo uno de aquellos erectos apéndices en su boca y él succionó con fruición, con codicia, deleitándose, colmando su ansia feroz con aquel néctar de dioses que descendía por su garganta. Una sensación de grato consuelo se apoderó de su ánimo calmando su famélica necesidad.
Con dos meses de edad, tampoco podía aspirar a mucho más.
Alcorcón, febrero de 2007