EL HOMBRE DE OJOS GRISES

La primera sorpresa de Luisito fue que, pese a ser un día normal, le hubieran vestido con la ropa de los días de fiesta. Esa mañana su madre había entrado en su cuarto con gesto de urgencia, la mirada perdida, los ojos tristes y sin decir una palabra, le había puesto el pantalón y el jersey de los domingos. Después le explicó que iban a ir a casa del abuelo. Luisito abrió mucho los ojos y palmoteó de gozo. Aquello suponía un motivo de alegría para él. Le encantaba visitar a su abuelo, ese señor mayor de ojos grises que le acariciaba cariñosamente las mejillas con sus huesudas manos, le contaba cuentos de piratas y le daba —a espaldas de su madre— alguna de las golosinas que siempre solía esconder en los bolsillos de su chaqueta.

Una vez hubieron llegado a casa del abuelo, le llamó mucho la atención que frente a la misma hubiera aparcados dos coches de la policía municipal así como una gran cantidad de gente que se había arremolinado en la puerta. Aquello no era nada usual. Luisito miraba ensimismado los brillantes destellos azules de las luces policiales mientras la gente curioseaba por los alrededores haciendo sus elucubraciones.

—¿Qué ha pasado? ¿Han detenido a alguien? —se oyó preguntar.
—No sé. Yo acabo de llegar —respondía uno de los transeúntes.

En ese instante su abuela salió a recibirlos. Cogió a Luisito en brazos y tras estampar dos sonoros besos en su mejilla, volvió a dejarlo en el suelo. El niño observó sorprendido cómo su abuela tenía los ojos muy brillantes.

—Hola cariño, ¡qué grande!. Estás hecho todo un hombre —le dijo con una extraña sonrisa que, de haber tenido unos años más, habría interpretado como forzada.
—Es que como mucho, abuela. Para hacerme grande —replicó henchido de orgullo.
—Eso está muy bien, cielo. Mira, hazme un favor. En el cuartito de estar he preparado todos tus juguetes. Ve allí y juega con ellos. La abuela tiene que hablar un momento con papá y mamá, ¿vale?
—Vale.

Luisito se dirigió a la sala de estar. Desparramados por toda la habitación, se encontraban sus juguetes. Le gustaba jugar en aquel lugar porque, por norma general, allí le dejaban hacer todo lo que quería. En su casa, su mamá siempre se empeñaba en que procurara no desorganizar demasiado las cosas. Allí no tenía porqué preocuparse de eso. Sus abuelos le permitían jugar sin importarles con qué lo hacía o cuanto desordenaba.

Se encontraba jugando en el suelo, absorto en el manejo de unos pequeños indios de plástico cuando, bajo el umbral de la puerta, apareció su abuelo, el hombre de los ojos grises.

—Hola campeón. ¿Qué haces?

Luisito alzó la vista.

—Aquí, jugando con los indios —respondió mientras su cara se iluminaba con una sonrisa de oreja a oreja. Luego bajó la voz por miedo a que su madre le oyera— ¿Qué me has traído hoy, abuelo?
—Lo siento, campeón. Hoy no he podido traerte nada. —respondió el abuelo con gesto abatido.

Luisito frunció el ceño. Aquella respuesta le sorprendió mucho puesto que su abuelo siempre solía llevar algo para él escondido en los bolsillos. Luego volvió a sonreír recordando que a veces le engañaba con ese infantil truco, dándole más tarde la golosina escondida. Conocedor de la treta, decidió esperar a que después le hiciera entrega del preciado presente. Su abuelo se agachó hasta quedar en cuclillas a su altura.

—Luisito —le dijo su abuelo adoptando un cariacontecido semblante—, tenemos que hablar.
—¿De qué? —preguntó.
—Tengo una cosa importante que decirte.
—¿Muy muy importante? —volvió a preguntar con el desparpajo que caracteriza a los niños de esa edad.
—Sí, campeón. Muy muy importante. Han venido a buscarme y tengo que marcharme de viaje.

Luisito apenas quedó impresionado por la noticia. Por el tono de su abuelo, esperaba que le fuera a decir algo realmente importante. Algo así como que el circo había llegado a la ciudad o que iban a llevarle a ver los animales del zoo. El que el abuelo tuviera que marcharse de viaje tampoco tenía nada de extraordinario. Lo había hecho otras veces, en vacaciones o algunos fines de semana.

—¿Y vas a tardar mucho? —preguntó.
—Si, campeón. Tengo que hacer un viaje muy largo a un sitio que está muy lejos y voy a tardar bastante —respondió el abuelo con gesto sombrío.

Luisito no supo exactamente qué pensar. Con cinco años le resultaba complicado manejar términos temporales. Para él tardaba el mismo tiempo algo que fuera a ocurrir «pasado mañana» que «el mes que viene».

—¿Puedo ir contigo? —se le ocurrió por toda pregunta.
—No, campeón, no puedes —respondió apesadumbrado el abuelo—. Este viaje debo hacerlo solo. Pero antes de marcharme quiero que me prometas dos cosas.
—«¿Cualas?» —preguntó curioso.
—Que cuando crezcas, intentarás ser un buen hombre, tal y cómo he tratado de enseñarte y que siempre te acordarás de mí. Pase el tiempo que pase.

Luisito frunció el ceño pensativo. El abuelo estaba diciendo unas cosas rarísimas. Nunca antes lo había oído hablar así.

—Vale. Te lo prometo.

El abuelo, tras una pequeña pausa, suspiró desconsolado.

—Hay tantas cosas que me hubiera gustado enseñarte... Tantas cosas que me hubiera gustado verte hacer...
—Pues enséñamelas —respondió de forma espontánea—. Si quieres, dejo de jugar a los indios y me las cuentas todas.

El abuelo sonrió ante la candidez del niño.

—Lo siento, campeón. No tengo tiempo y no puedo quedarme.
—¿Y por qué te vas?.
—Han venido a buscarme. Debo irme.
—Pues escóndete —replicó con un gesto pícaro en la mirada—. Yo lo hago cuando mamá me busca para bañarme. A veces me encuentra, pero otras no.

La ingenua ocurrencia trajo un atisbo de alegría en aquellos tristes ojos grises.

—¿Cuándo te vas? —preguntó el niño.
—Debo marcharme ya. Sólo he venido a despedirme de ti. Una cosa más, ¿le darías un recado a la abuela de mi parte?.
—Claro.
—Dile que no tenga ninguna prisa. Que la esperaré el tiempo que sea necesario, ¿te acordarás?
—Si, abuelo. Yo se lo digo. ¿Y de verdad que no puedes quedarte un rato para jugar a los indios?.
—No —al abuelo se le enturbiaron sus inmensos ojos grises—. Lo siento. Me están esperando y no puedo quedarme por más tiempo. Adiós, campeón.

Luisito miró por un instante a sus indios de juguete y cuando volvió la vista hacia el umbral de la puerta, su abuelo ya se había marchado. Aquello le hizo enfurruñarse porque finalmente se había ido sin darle la golosina. Daba igual. Ya se la pediría cuando regresara del viaje.

En ese instante su madre entró al cuartito con un asomo de extrañeza dibujado en el rostro.

—Me ha parecido oírte, cariño —le preguntó con curiosidad—. ¿Con quién hablabas?
—Con el abuelo —respondió mientras seguía jugando absorto con sus indios de plástico.

Su madre abrió la boca en un gesto de desmedida sorpresa al tiempo que se llevaba las manos a la cara.

—¿Con quién dices, cielo? —su voz temblaba presa de la incredulidad.
—Con el abuelo —Luisito pareció molesto porque su madre parecía no entenderle— ¿Es que no me has oído?.
—Pero eso no puede ser, mi vida —su madre hizo una breve pausa pensando cómo explicar lo que tenía que decirle a continuación— El abuelo se marchó anoche, de madrugada.
—No, mamá —respondió Luisito como si estuviera exponiendo a su madre lo más razonable del mundo—. El abuelo se va hoy de viaje, ¿sabes?. Me ha dicho que se marcha a un lugar muy muy lejos y ha estado aquí para despedirse. Me ha dicho que sea muy bueno y que me acuerde mucho de él. Y que le diga a la abuela que la va a esperar el tiempo que haga falta. Y no me ha dado ninguna «chuche», de verdad, mamá —concluyó como si necesitara justificarse.

Dos lágrimas rodaron mansamente por las mejillas de su madre. Recordó que aquello era algo que su padre siempre solía decir a su madre: que no tuviera ninguna prisa, que fuera al lugar que fuera cuando abandonara este mundo, la esperaría el tiempo que fuera necesario. En ese instante, las campanas de la iglesia rompieron el silencio, tañendo melancólicamente, tocando a misa de difuntos.

Alcorcón, enero de 2004