UNA ÉPOCA DE MIERDA
—Póngame otro café, por favor.
Es el tercero de la tarde. Miguel Cortés lleva apostado en la barra de aquel bar algo más de hora y media, aguardando, ojeando, estudiando el terreno. Preparando el momento adecuado para saltar sobre su presa. Alberga la certeza de que el objetivo se encuentra en el interior de su domicilio, al otro lado de la calle, pero no le queda más que esperar. Podía haber tratado de abordarle dentro de su casa, pero el pájaro no era tonto y sospechando que andan tras su pista, difícilmente le hubiese franqueado el paso. Como para no sospecharlo. Cuarenta mil euros que se había levantado el fulano por todo el morro con una estafa de las de arte y ensayo. Cuarenta mil razones para cabrear a quien no debía. Para ser exactos, a los que habían contratado sus servicios. Un encargo que, en esta ocasión, contaba con un aliciente adicional: en lugar de su tarifa habitual, Cortés había negociado un porcentaje sobre el dinero a recuperar. Un sabroso porcentaje con el que pasar unas cómodas navidades. Navidad. «Vaya mierda», evoca con un deje de irascible melancolía. Época de fingidas alegrías y acartonadas sonrisas, de buenos deseos más falsos que un euro de plástico, de apreturas, estridencias y bullicio innecesario y gratuito. Navidad. Por él, podían todos meterse la Navidad por donde les cupiese.
Alza la mirada y la dirige de nuevo hacia al otro lado de la calle. Ningún movimiento. Extrae un cigarrillo del paquete depositado sobre la barra y lo enciende con más hastío que ganas. Las sombras del atardecer comienzan a teñir la ciudad al tiempo que una miríada de bombillas de colores en forma de árboles, campanas y guirnaldas despliega su manto sobre las avenidas. El ayuntamiento insiste en recordarnos a base de señales luminosas que debemos ser felices. Fuera, en la calle, un grupo de niños corretea de un lado para otro observando los escaparates con risueña delectación. Cortés casi puede escucharlos en la distancia. «Me lo pido. Y yo. Y yo. Pues a mí me han dicho que me lo van a traer los reyes». La gente va y viene por las aceras. Pasea sonriente, ajena, despreocupada. Radiante. El efecto sedante de la forzada cordialidad navideña. La radio del bar, atenuada por el bullicioso ambiente que impregna el local, desgrana la suave cadencia de acordes del tema Roxanne, una armoniosa melodía que poco a poco, casi sin sentirlo e, indudablemente, sin desearlo, termina por introducirse entre las costuras de su ánimo. Tras echar un nuevo vistazo al portal de enfrente, Cortés alza la taza de café y da un sorbo. ¿Cuándo cojones querrá salir aquel idiota?
Por la puerta del bar aparecen cuatro jóvenes. De edad cercana a la veintena, el grupo viste a la más furibunda moda. El último grito para el maki de barrio. Atuendo deportivo, pantalones de chándal, gorras con la visera curvada, zapatillas ultradinámicas de marca y anoraks de colores brillantes. Tras despojarse de las prendas de abrigo, Cortés advierte cómo dos de ellos lucen gruesas cadenas de oro al cuello y marcan músculo vistiendo camisetas una talla más pequeña de lo que cualquier médico cardiovascular recomendaría. Toman asiento al fondo del local en medio de una algarabía de voces y risotadas. Están de fiesta, sin duda. Otros imbuidos del espíritu lúdico de las fechas. Sólo que estos parecen llevarlo hasta límites bastante extremos. O simplemente, puede que sean gilipollas. Todo es posible. Desde la mesa, exigen al camarero su consumición a grito pelado.
—¡Jefeeeeeee!, pon cuatro botijos por aquí. Y un aperitivo guapo, que tenemos hambre.
Un anciano observa la escena desde su asiento ubicado en el centro de la sala. De porte elegante, viste de forma sobria pero correcta. La piel de su rostro y sus manos luce curtida, surcada por un sinnúmero de arrugas, como las muescas que presentaría alguien batido por las inclemencias de la vida. Su barbilla se presenta cubierta por una perilla rala terminada en forma puntiaguda un par de dedos por debajo del mentón. El apéndice le confiere un aspecto entre venerable y trasnochado, evocando la sobria imagen de un viejo marino varado en tierra firme. El hombre mira a los jóvenes con desaprobación y mueve la cabeza de un lado a otro antes de volver a clavar los ojos en el periódico que despliega sobre la mesa. Cortés otea de nuevo a través de la cristalera del bar. Nada. Su presa continúa sin aparecer. No puede perder aquella oportunidad. No puede dejarlo escapar. Un chivatazo le ha informado de que el levantador de capitales tiene la intención de abandonar el país con el fruto de varias estafas. O le trinca hoy o adiós, muy buenas. Da un nuevo sorbo a su café. No queda sino seguir esperando.
Pocos minutos después, una mujer de raza asiática tocada con una titilante diadema luminosa en la cabeza atraviesa el umbral del establecimiento. En sus manos porta un extenso y colorido muestrario que va ofertando mesa por mesa a los parroquianos. Discos, DVDs, luminarias de brillantes colores para los críos. Sólo le faltan las rosas para tener el catálogo completo. El anciano sentado en un rincón responde con un educado «no, gracias» ante el ofrecimiento de la mujer. Cuando pasa al lado de la mesa en la que se acomoda el grupo de jóvenes, uno de ellos reclama su atención a voces desde el fondo de su asiento.
—¡Eh, china! ¿Cuánto?
La mujer, señalando el manojo de películas que lleva en una mano, le responde con voz cantarina y aguda
—Dos películas, tres euros.
El joven adopta una sonrisa mordaz, aviesa.
—No, si digo que cuánto por una mamada.
Los cómplices del joven estallan en risotadas ante el manifiesto desagrado de la mayor parte de los clientes del bar. La mujer no parece enterarse de la impertinencia, o prefiere hacer como que no se ha enterado, y sonríe con gesto sumiso y complaciente. Cortés lanza una mirada hacia el rincón donde se encuentra el grupo. Pandilla de gilipollas malcriados. Cuando el eco de las carcajadas comienza a desvanecerse, una voz grave y rasposa se alza por encima del murmullo imperante en el bar.
—No tenéis vergüenza. Sólo trata de ganarse la vida. No tiene por qué aguantar insolencias de nadie.
Todos los presentes, incluido Cortés, vuelven la mirada hacia el origen de aquellas palabras. Desde su mesa, el anciano observa al grupo de jóvenes con un punto de indignación brillando en sus pupilas y las palabras recién pronunciadas despuntando aún en la comisura de sus labios. Los jóvenes, sorprendidos por la inesperada interpelación, observan al anciano con expresión confusa. Uno de ellos, el que parece llevar la voz cantante, se lo queda mirando con gesto retador.
—Abuelo, métete en tus putos asuntos y no nos cortes el rollo, que aquí nadie te ha dado vela.
Al anciano le tiembla el labio inferior. Un ardiente sentimiento de ira le reconcome las entrañas, pero es plenamente consciente de que pintan bastos y que frente a aquellos cuatro animales no dispone de la menor oportunidad. Derrotado, hunde sus ojos en el periódico al tiempo que escupe entre dientes un par de balbuceos furiosos. El joven que le ha replicado se levanta de su asiento y se acerca a él con paso arrogante, el ceño fruncido y las ganas de gresca grabadas a fuego en el semblante. Luce el pelo cortado a cepillo, pose de matón de gimnasio y musculatura esculpida a base de esteroides. Y demasiado alcohol en el cuerpo. En el bar ya llevan consumidas tres rondas, más lo que trajesen puesto de casa. Las putas navidades y las ganas de la gente de celebrarlas por todo lo alto. Ante el cariz que parece tomar la situación, la mujer china, que hasta ese momento había permanecido en un discreto segundo plano, se escabulle a toda velocidad hacia la puerta del establecimiento. Ha contemplado demasiadas broncas como para no saber cómo empiezan.
—¿Qué has dicho por lo bajo? —inquiere el joven cuando llega hasta el anciano.
«Venga, coño. Deja ya al abuelo. Ya le has humillado lo suficiente». Cortés siente una cierta lástima por el hombre. Alaba lo cabal de su gesto, pero buscar aquel enfrentamiento ha sido una locura. El anciano permanece con la cabeza agachada, enterrando la mirada entre las hojas del periódico que se despliega ante a él. El joven insiste imprimiendo a su voz un tono de mayor dureza.
—Te estoy preguntando que qué has dicho.
Los músculos de Cortés se tensan en un reflejo casi automático. Va a haber problemas. Cortés lo ha leído en la cara de aquel cafre como en un libro abierto. Con un rápido movimiento de cabeza, echa un vistazo hacia el otro lado de la calle. Su presa sigue sin dar señales de vida. De inmediato, se gira en su asiento para prestar atención a la tensa escena que se desarrolla en el interior del local. El resto de clientes permanecen en silencio, expectantes. Nadie se atreve siquiera ni a respirar. El anciano alza al fin la cabeza y clava sus ojos en los de aquel energúmeno. Su voz tiembla levemente tras cada una de las palabras.
—He dicho que por gentuza como vosotros, sin valores ni respeto por nada, es por lo que esta sociedad terminará yéndose a la mierda.
—¿Me estás llamando gentuza, viejo?
El rostro del anciano se enciende de rabia.
—Sí, niñato —replica el anciano arrastrando cada una de sílabas.
El joven sonríe de medio lado. Una sonrisa falsa, engañosa, mezquina. Peligrosa. Entorna los párpados con un gesto de condescendencia y emite un bufido altanero antes de replicarle al anciano:
—Que par de hostias más bien dadas se está ganando alguien en estos momentos.
El tono del joven se está volviendo hosco, amenazador. Da un paso adelante y se acerca aún más al anciano con intenciones poco claras. Cortés observa como abre y cierra los puños de manera compulsiva. Se va a armar la gorda. Se va a liar una pajarraca guapa. «Me cago en todo lo que se menea», piensa. El camarero, tras la barra, trata de poner algo de orden elevando una tímida protesta, pero ésta se desvanece tras un afilado cruce de miradas con los cómplices del energúmeno. Al fin y al cabo, él es un mero empleado y no le pagan por oficiar de árbitro. Al menos, no lo suficiente. Cortés echa un último vistazo al otro lado de la calle antes de levantarse de su taburete, cubrir la corta distancia que lo separa del anciano y apostarse a su espalda mientras trata de componer una expresión lo más conciliadora posible.
—Venga, colega. Déjalo en paz. —¡Andá!, si el viejo ha venido con un doberman —replica el joven con socarronería al tiempo que el grupo de palmeros que lo acompaña le corean la gracia con estruendosas risotadas.
El resto de parroquianos que pueblan el local observan la escena con expectación. La tensión flota en el ambiente al mismo nivel que el humo de los cigarrillos. Y casi con la misma densidad. Cortés echa un nuevo vistazo por el ventanal y, en ese instante, observa cómo su objetivo sale del portal cargando dos maletas. Mierda. Cortés duda. No puede permitirse el lujo de enzarzarse en una discusión. Tiene que salir de allí a toda prisa. Finalmente, opta por volverse hacia su interlocutor. Debe zanjar aquella situación de inmediato.
—El doberman te ruega amablemente que dejes en paz al caballero y vuelvas a tu sitio. Por favor.
Una sonrisa entre cínica y estúpida se dibuja en el rostro del joven que, por un momento, deja de prestar atención al anciano para encararse con Cortés. Da un par de pasos hacia adelante hasta situar su rostro a dos palmos de su nuevo objetivo. Los tres acólitos del gallito de barrio hacen intención de levantarse de sus asientos y acercarse hasta el epicentro del conflicto.
—¿Y si no me da la gana? —inquiere desafiante.
Cortés no puede despegar la mirada de la cristalera del bar. Su objetivo acaba de detener un taxi. Si sale a la carrera, aún está a tiempo de alcanzarlo. Calcula las posibilidades. Cuarenta mil euros. El diez por ciento para él. No puede dejarlo escapar.
—Estoy hablando contigo, payaso —le increpa de nuevo el joven.
Cortés mira al joven y, sin pronunciar palabra, vuelve de nuevo a mirar hacia el otro lado de la calle. Su presa ha cargado sus pertenencias en el maletero del taxi y se dispone a introducirse en su interior. El joven, envalentonado por la pasividad de su adversario, vuelve a encararse de nuevo con el anciano. Se acerca hasta él y le golpea varias veces con las yemas de los dedos en la solapa de la chaqueta al tiempo que le espeta:
—Viejo, la próxima vez métete la lengua en el culo. Y cómprate un chucho con más cojones.
Ante la provocación, el anciano hace ademán de levantarse. Es un combate perdido y él lo sabe. No tiene nada que hacer frente a aquella bestia parda con más músculo que cerebro y educación. Pero en su rostro se dibuja una férrea determinación, aunque ésta sea la de librar una batalla sentenciada de antemano. No está dispuesto a dejar pasar una afrenta como aquella. Aunque sus fuerzas no lo refrenden, su orgullo no se lo permite. Ya está a punto de incorporarse cuando siente cómo una mano se posa sobre su hombro. La mano firme y decidida de alguien situado a su espalda que, con el gesto, le conmina a permanecer sentado. Cortés echa un último vistazo a través de la cristalera y observa cómo el taxi situado al otro lado de la calle inicia su camino. Acaba de ver volar, ante sus narices, cuatro mil euros del ala. Sin pronunciar una sola palabra y con un rápido movimiento, Cortés alza el brazo derecho y estrella su puño en la cara del joven con toda la rabia de la que es capaz. Un único impacto, certero y demoledor, que se estampa en el centro del rostro. Bajo sus nudillos, Cortés siente crujir el tabique nasal del joven que, ante el inesperado embate, trastabilla dos o tres pasos hacia atrás hasta caer de culo en el suelo. De su nariz comienza a fluir sangre como si fuese San Martín en plena matanza mientras de su garganta brota un agónico rugido de dolor. La sorpresa se dibuja en su tumefacto rostro, un rostro por el que profusos regueros de sangre comienzan a resbalar en dirección a su barbilla y de ahí a sus ropas al tiempo que un atisbo de estupor se perfila en el semblante de los compañeros de correrías del joven, que no esperaban una reacción tan expeditiva y contundente. Cortés, haciendo gala de una serenidad aún más inquietante que cualquier gesto de arrebato, se dirige a ellos con voz grave y templada, exenta de temor, aprensión o enojo.
—¿Alguien más quiere jugar con el perro?
Los tres acólitos ayudan a incorporarse de forma apresurada a su infortunado compañero que, lívido, chorreando sangre como un cerdo y con el rostro desencajado, no ha parado de gritar de dolor. A toda prisa, recogen sus anoraks y sus enseres y salen del local todo lo rápido que les permite su maltrecha dignidad, no sin antes dirigir una mirada de profundo rencor a un Cortés que observa cómo el grupo se pierde entre el gentío que puebla las calles. Terminado el espectáculo, los parroquianos vuelven a ocuparse de sus asuntos y el bar comienza a recuperar su cuota de normalidad. Cortés se dirige al anciano.
—¿Se encuentra bien?
En los ojos del anciano brilla un destello de honroso y sincero agradecimiento. Sin pronunciar una palabra, inclina levemente la cabeza en un gesto de deferencia. Por toda respuesta, Cortés asiente y se encamina hacia el lugar que previamente ocupaba en la barra. Alza la mano para solicitar al camarero que le traiga la cuenta. Éste le obsequia con una sonrisa y un expeditivo ademán que le da a entender que la cuenta está saldada. Cortesía de la casa. Toma la taza y da un sorbo. El café se le ha quedado frío. Y su objetivo, camino de Dios sabe donde. «Maldita sea mi estampa. Si ya lo decía yo: la Navidad es una época de mierda».
Parque Coimbra, noviembre de 2008