DE UNA U OTRA MANERA

El día abría sus brazos dando paso a una mañana clara y serena que impregnaba el aire de una sugerente fragancia. Una tibia brisa acariciaba el marchito rostro de María al tiempo que dos regueros cristalinos surcaban sus mejillas. Desde el anden de aquella estación, sus tristes y derrotados ojos se posaron en el infinito observando como el tren se alejaba hasta que éste no fue más que un diminuto punto casi invisible en el horizonte.

Sabía que su liturgia diaria se repetiría horas después, al caer la tarde; que al final de esa misma jornada ella retornaría a aquel lugar, se sentaría en los bancos de la estación y se quedaría esperando sin saber muy bien el qué. Quizá una quimera, una mágica señal, un susurro. Una voz que le dijera «cariño, he vuelto».

Soñaba tan a menudo con un instante como aquel. Para ser exactos, todos y cada uno de los días desde que Juan salió de casa para no volver jamás tomando un tren como aquel que acababa de partir. En el fondo de su corazón, ella sabía mejor que nadie de lo irracional de su comportamiento, de lo irracional de aguardar un imposible, pero nunca le importó. Como tampoco le importaron nunca ni las compasivas miradas de los que observaban su desdicha con un asomo de piedad en los ojos ni la condescendencia o las burlas de los que cuchicheaban a sus espaldas tachándola de loca. Estaban equivocados. Todos ellos. Incluso aunque María, en lo más hondo de su ser, supiera que todo aquello no era más que una impostura, una farsa urdida por su propia desesperación, aunque ella supiera a ciencia cierta que no iba a volver, le confortaba la certeza de que más tarde o más temprano acabarían reuniéndose de nuevo. De una u otra manera.

Cuarenta años, cuatro meses y seis días de vida en común es mucho tiempo. Cuarenta años de penurias, de privaciones, de alegrías y tristezas, de luchas continuas para al final acabar de aquella forma. Ahora, que la vida les insinuaba el ofrecimiento de un otoño sereno y tranquilo, la ansiada meta ganada a pulso de un trayecto en el que nadie les había regalado nada, él la había abandonado.

La remembranza de toda una vida en común se clavaban en su mente como minúsculos dardos de cristal, arañando un dolor que se le antojaba insufrible y que llegaba hasta los rincones más profundos de su esencia. Le afligía de forma indecible el mero hecho de recordar y aun así, no podía evitar hacerlo porque ya no le quedaba otra cosa en el mundo salvo los recuerdos. Y sentada en aquella estación, María evocó cómo, en las fechas en las que ambos se conocieron, ella cursaba estudios de maestra de escuela y Juan había llegado unos meses atrás a la capital desde un remoto pueblo de la meseta castellana para cumplir con la obligación de incorporarse a filas. Un caluroso domingo del mes de mayo, ambos coincidieron en un salón de baile. Ella había acudido con unas amigas a pasar la tarde y él se presentó allí con sus compañeros de cuartel. Bastó un cruce de miradas para que el flechazo fuese mutuo e instantáneo. En cuanto María reparó en él, le pareció el hombre más guapo del mundo. Le cautivó su apostura, su pelo ensortijado y su penetrante mirada. Recordaba cómo aquel día Juan, acodado en la barra, la observaba absorto sin prestar la menor atención a la conversación de sus compañeros. Tras media hora de sonrisas a medias y miradas furtivas, él se decidió a dar el primer paso. Se acercó despacio hasta ella y tras preguntarle de forma torpe y atropellada si le apetecía bailar, María aceptó con un arrebol de candoroso pudor rondándole las mejillas. A partir de ese día y a lo largo de cuarenta años, sus vidas permanecerían unidas.

Tras unos meses de confidencias, galanteos y citas de fin de semana, llegó el temido momento en el que Juan completó el servicio militar. Debía tomar una determinación y sin dudarlo demasiado, decidió —la excusa dada a su familia fue que deseaba labrarse un futuro mejor que el que le esperaba si regresaba a su tierra pero la verdadera razón fue su relación con María— quedarse para siempre en Madrid. Y la misma tarde en que se licenció, Juan reunió todo el dinero que había sido capaz de ahorrar, compró el mejor anillo pudo encontrar y le pidió a María que se casara con él. María no cabía en sí de gozo y aceptó encantada el compromiso, abandonando sus estudios de maestra. Quería dedicarse en cuerpo y alma a Juan. «A su niño», como ella lo llamaba.

Ocho meses más tarde, en uno de los días más dichosos que María pudiera recordar, celebraron su boda e iniciaron su vida en común. Los primeros tiempos fueron duros, sobre todo para Juan que, acostumbrado a la vida sencilla de su pueblo, se encontraba un tanto confuso y aturdido por el vertiginoso ritmo de una gran ciudad como Madrid pero gradualmente, con tenacidad, constancia y no sin pocos esfuerzos —él trabajando a todas horas, aceptando cualquier trabajo que pudiera reportarles algún dinero y ella dejándose los ojos ejerciendo labores de costura para completar los exiguos ingresos familiares—, fueron abriéndose camino. Pero no todo fueron fatigas y durante esos años de continua lucha, el destino quiso recompensarles otorgándoles cuatro hijos que se convirtieron en el centro a partir del cual giraron sus vidas. María se entregó a ellos y sobre todo a su marido, del cual estaba más y más enamorada a cada nuevo día.

Y casi sin darse cuenta, fue transcurriendo el tiempo. Cuarenta años. Durante ese periodo, María y Juan trataron de aprovechar cada minuto de felicidad, cada gota de suerte que la vida les brindaba y aunque siempre formaron una pareja envidiable, esa circunstancia no logró evitar que, con el paso del tiempo, su relación atravesara diversas crisis que se acentuaron al llegar a una edad madura. Su situación económica acabó prosperando, los hijos terminaron por volar del nido para buscar su propio camino y a ellos, que durante toda su vida se habían aferrado el uno al otro de tal manera que nunca tuvieron más norte que el de su existencia en común, esa dependencia mutua les acabó pasando factura. Terminaron por conocerse tanto, que acabaron siendo como un mismo ser dividido en dos partes, llegando incluso a sentirse incómodos el uno ante el otro por la frecuencia con que se adivinaban mutuamente el pensamiento sin siquiera proponérselo. Y aunque el rescoldo del amor pasado nunca llegó a apagarse del todo, las brasas ya no quemaban como antaño. El ímpetu de su amor juvenil había acabado dando paso con el tiempo a una situación acomodaticia de infinito cariño forjado con los años. A María eso le bastaba mientras que Juan sólo parecía conformarse con la situación.

La mañana en la que él se fue, María se levanto temprano, como de costumbre, para plancharle la camisa que debía ponerse. Mientras Juan se aseaba, ella le preparó el café con leche. Durante el desayuno, apenas cruzaron un par de palabras. Ella bajó a despedirle, acompañándole hasta la cercana estación de tren y a pie de vía cruzaron un beso y unas breves palabras:

—Hasta la tarde, cariño.
—Te espero, no te retrases —contestó ella.

Pero las parcas, esas hijas de puta que tejen el destino a golpe de infortunio quisieron que esa imborrable mañana, la mañana del 11 de marzo, unos malnacidos, en nombre de unos ideales y de un dios que según María no podía ni debía ser considerado cómo tal si era capaz de permitir que algo como aquello ocurriese, volaran en pedazos el tren en el que Juan viajaba de camino a su trabajo y con ello, segaran de raíz las ilusiones de María. Todas sus esperanzas, toda su vida. Toda su fe.

A partir de ese aciago día, el horizonte de María se volvió negro como la más cerrada de las noches y lo único que el destino le concedió fue el recurso de aferrarse con toda su alma a aquello que nadie le arrebataría jamás: sus recuerdos.

Y por ese motivo, ella sigue acudiendo cada día a la estación de la cual le vio partir una mañana para no volver jamás, con la secreta esperanza y la ilusionada certeza de que un día, más tarde o más temprano, volverán a reencontrarse. De una u otra manera.

Alcorcón, marzo de 2004