VUELVA USTED MAÑANA (O CUANDO SEA)
Existe en el centro de Madrid un antiguo edificio, sede actual de un organismo gubernamental, cuyas dependencias fueron hace setenta años testigo de una serie de apasionantes sucesos de carácter histórico. El estudio de dichos sucesos son fundamentales en el proceso de documentación de la nueva novela que actualmente tengo entre manos y hace unos días descubro que —¡oh, albricias!— en esas dependencias se celebra una exposición con carácter permanente versada además en los sucesos objeto de mi estudio. La situación no puede pintar mejor.
Me acerco con ilusión hasta las inmediaciones del edificio. Mi intención es recabar información acerca de las condiciones de acceso a la exposición. Si ésta es libre y gratuita, si conlleva cita previa. En fin, esos detalles. Traspaso el enorme portón del edificio y me encuentro, junto al arco de detección de metales, a los guardas de seguridad que custodian la entrada. Les indico el objeto de mi interés y amablemente me remiten a la oficina de información, ubicada un par de puertas más allá. Me dirijo al lugar indicado.
—Hola, buenos días. Tengo entendido que disponen de una exposición permanente dedicada a bla bla bla. Estaba interesado en visitarla.
—¿Exposición? ¿Qué exposición?
«Bueno, empezamos bien», pienso yo.
—Sí, es una exposición versada en bla bla bla y, según tengo entendido, está ubicada en las dependencias tal.
—¡Ah, sí! Pero las dependencias tal son competencia del departamento pascual. Acredítese en la entrada y pregúnteles a ellos.
—Muchas gracias, muy amable.
Salgo de la oficina de información y me dirijo de nuevo a los guardas de seguridad. Les explico la circunstancia y ellos, con exquisita amabilidad y atención —todo hay que decirlo—, proceden a inspeccionarme de forma concienzuda. Tres veces debo pasar por el arco de seguridad hasta que descubrimos que lo que hace saltar la alarma es la hebilla metálica de mi cinturón. Entro finalmente en el despacho de acreditaciones, muestro mi DNI y me hacen entrega de una tarjeta donde luce una fastuosa «V» —presupongo que de «Visitante»— de color verde. Me prendo la misma en la solapa y me dirijo al departamento mencionado.
—Buenas, estaba interesado en visitar la exposición tal.
—errrr... ummmm... pero esa exposición sólo está a disposición del personal interno.
—Disculpe, pero creo que no. Por lo que sé, se trata de una exposición de carácter público. Me consta que ha habido personas ajenas a este lugar que la han visitado. De hecho, por una de ellas he conocido la existencia de la exposición.
—Ummm... estooo... pues no sé.
—Por favor, ¿podría preguntarle al responsable del departamento?
—Soy yo.
—¡Aaaaah!, que bien... A ver, centrémonos... ¿La exposición existe y se encuentra en estas dependencias?
—Sí
—¿Y usted es la responsable de estas dependencias?
—Sí
—¿Y no sabe de qué le estoy hablando?
—No
—Estupendo.
Mi perplejidad aumenta por momentos.
—Bueno —indica la ímproba funcionaria componiendo un gesto de circunstancias—, lo cierto es que ya que está usted aquí... Si quiere… Puede pasar a ver la exposición. Es por aquella puerta.
Yo alucino en colores pero no estoy dispuesto a desaprovechar la oportunidad. Se me ofrece la posibilidad de evaluar el objeto de mi interés con plenas facultades y sin ningún estorbo, como si estuviese en mi casa. Yo solito. Música celestial para mis oídos. Agradezco al cielo la oportunidad, me dirijo raudo a las dependencias indicadas y comienzo la visita maravillado, extasiado, emocionado. Todo lo que pueda decir es poco.
Dos minutos y siete segundos duró mi éxtasis.
Aún me encuentro en la primera sala de la exposición, admirando el contenido de la misma, cuando escucho a mi espalda una voz que emite una sentencia condenatoria.
—¡Oiga!, usted no está autorizado para estar aquí. Tiene que marcharse.
Me vuelvo e identifico el origen de la demanda. Junto a la puerta de la estancia se encuentra el mismo guarda de seguridad que, minutos antes, me ha franqueado el paso al edificio.
—Perdone, sí estoy autorizado. La responsable del departamento me ha dejado pasar.
—No. Usted no está autorizado a estar aquí. Deberá acompañarme hasta la salida.
—¿Podría indicarme quién ha desautorizado mi presencia en la exposición?
—Lo siento, yo sólo cumplo órdenes y éstas son que le acompañe hasta la puerta.
—¿Con quién debo hablar para que me autorice a visitar la exposición?
—No lo sé. Sólo sé que debe acompañarme a la salida. Yo sólo soy un mandando —insiste el guarda componiendo un gesto de circunstancias.
Salimos de las dependencias de la exposición. Curiosamente, en la estancia adyacente, la supuesta responsable del departamento ha desaparecido. Acompaño al guarda hasta la puerta y una vez allí me solicita que le haga entrega de la tarjeta de visitante. Procedo. El guarda se da la vuelta y entra de nuevo en el edificio dejándome en la calle, con la miel en los labios y un palmo de narices.
Me joden las historias con moraleja pero la de ésta es evidente. Resulta de una inmoralidad manifiesta el caos, la desidia y el desinterés general de nuestras instituciones en el aprovechamiento racional de los recursos que ofrece nuestro patrimonio, sean históricos o de cualquier otro tipo. Pero eso no es lo malo. Lo peor del caso es que cuando, por casualidad y para regocijo de los interesados, dicha explotación se lleva a término, el interés latente se reduce a organizar cuatro fuegos de artificio de cara a la galería, ignorando y despreciando los buenos o malos resultados que estos puedan generar ya que la más que probable intención final del acto sea recoger subvenciones o emplear en algo los presupuestos obtenidos para ese año con el fin de que estos no les sean retirados en años venideros —los funcionarios saben de qué les estoy hablando—, desvirtuando con ello el correcto aprovechamiento y la finalidad nominal del evento organizado.
Y así nos luce el pelo.Parque Coimbra, diciembre de 2006