VENTANAS A NUEVAS REALIDADES
Tiempo atrás —y tampoco hace tanto de ello—, la información que llegaba hasta nosotros fluía de forma exclusiva a través de una serie de canales cuyos mecanismos internos permitían cualificar, cuantificar e incluso resaltar la relevancia del mensaje mostrado. Lo habitual era enterarnos de todo tipo de actos y noticias por los medios informativos tradicionales: prensa, radio, televisión… y dicha información se nos transmitía tamizada, bien en aras de unos mínimos criterios de calidad, bien en función de intereses espurios. Pero, en la actualidad, y con la llegada de la Red de Redes, Internet, y la progresión geométrica de su uso, nos encontramos con que dicho concepto ha variado ostensiblemente, lo cual, en sí mismo, no resulta mejor ni peor, tan sólo regido por reglas diferentes. Y, sin lugar a dudas, los nuevos parámetros que han pasado a gestionar esa circunstancia nos fuerzan a replantearnos muchas cuestiones al respecto.
Lo cierto es que, en gran medida, hemos ganado y mucho. Antes, la capacidad de informar se alojaba en manos de unos pocos y en esa circunstancia radicaba su poder. Ahora ganamos en libertad, en diversidad, en accesibilidad. Ganamos en frescura, en inmediatez, en repercusión y extensión geográfica de la información promovida. Y ganamos en lo que es uno de las principales bazas de la nueva situación: en la direccionalidad de la información. Antes, la información viajaba tan sólo en un sentido. Ahora lo hace en ambos de forma instantánea y sumamente fluida. El feedback, junto a la inmediatez de la respuesta, es una herramienta de impresionante capacidad. La respuesta de los nuevos medios y en particular de Internet ante una nueva situación o propuesta ha resultado ser de un poderoso y de un rápido que asusta. Todos los días tenemos precisos ejemplos de ello.
En mi opinión, no todo ha resultado ser tan beneficioso como aparenta. Ese libre acceso bidireccional a la información es, en sí mismo, una caja de Pandora que tiene una cara y una cruz, que exige un precio a pagar. El conceder libremente a todo el mundo la capacidad de información que otorga el medio, el extender esa libertad a la capacidad de réplica y, sobre todo, la ausencia de un mínimo código deontológico que establezca unas determinadas pautas, sobre todo morales, tanto a la información como a la réplica resultan un peligro excesivo como para dejar en manos de cualquiera.
¿Hasta que punto hemos ganado realmente con el cambio de perspectiva? No estoy tan seguro de ello. En líneas generales, siempre he considerado y sigo considerando que el derecho a la información así como el derecho a la opinión deben ser tratados como un bien inalienable puesto al servicio de todo aquel que lo requiera. Pero también considero necesario que esto debe ser así siempre y cuando existan los mecanismos pertinentes para que ese uso no conduzca a un abuso que ponga en tela de juicio la integridad, la honorabilidad o la respetabilidad de terceros. Y ahí es donde nos alcanza el eterno dilema. ¿En que punto establecemos la línea? ¿Dónde establecemos el límite a tu derecho para que su ejercicio no resulte lesivo al mío? El debate viene de antiguo y el resolverlo aquí y ahora no pretende ser el cometido de estas breves líneas pero sí me gustaría incidir en un detalle que, en cierta medida, me preocupa. Últimamente he llegado a la conclusión de que en Internet nos encontramos con que lo que, en principio, parecía ser su mejor baza en este ámbito informativo —su inmediatez y su capacidad de propagación y respuesta— se convierte, por el contrario, en un serio problema. Por la propia idiosincrasia del medio, resulta imposible verificar la veracidad o idoneidad de toda la información que se gestiona a través de él lo que lo hace muy susceptible de ser empleado como arma arrojadiza por cualquier desaprensivo. O no. No necesariamente tiene porque existir maldad en la intención. El ser humano es estúpido por naturaleza y desde que el mundo es mundo, la estupidez humana ha causado casi tanto daño como la maldad. El medio está ahí y la posibilidad de causar daño está con él. Y cuando uno termina por ser consciente del daño causado, el proceso resulta tan fatal como irreversible.
Toda esta reflexión surge a raíz del caso de Allison Stokke, una agraciada adolescente americana apasionada del deporte, practicante habitual del noble ejercicio del salto con pértiga, cuya existencia ha pasado del más absoluto anonimato a la más dolorosa de las famas. Todo comenzó con la publicación de una fotografía suya en un foro de deportistas. El blog de un afamado comentarista deportivo —que cuenta con cientos de visitas diarias— se hizo eco del contenido de dicho foro y, particularmente, de la belleza natural de la deportista. Internet recogió el testigo de forma masiva y el problema adquirió entonces dimensiones estratosféricas. A día de hoy, la pobre muchacha apenas puede salir a la calle y recibe a la semana cientos de llamadas de una legión de admiradores cuyos elogios oscilan entre la más fervorosa admiración y la más procaz de las obscenidades. El perfecto ejemplo de cómo alguien, sin intención ni intervención por su parte, se ve envuelto en los perniciosos efectos provocados por la situación comentada en los párrafos anteriores.
A título anecdótico, también nosotros disponemos a nivel nacional de ejemplos de esta curiosa, injustificada y sorpresiva forma de popularidad. Basta con acceder a Google o, particularmente, a Youtube y realizar una búsqueda por las palabras «niñato», «metro», y «Valencia» para acceder a un ejemplo patrio que lleva semanas haciendo furor en la Red. La historia de un gilipollas integral que vacila a un anciano en el Metro de Valencia mientras un amigo lo filma con su móvil, en plan trofeo, y de cómo la tortilla se les vuelve del revés cuando al anciano se le inflan las pelotas y coge al susodicho niñato por el cuello. En algunos foros de la Red se están organizando batidas para dar una paliza al mangurrian en cuestión y en otros han puesto precio a la cabeza del imbécil: el vídeo que muestre cómo el susodicho recibe una paliza se cotiza a 200 €. O, por ejemplo, basta con teclear «Pagafantas» en el buscador para encontrar la impagable historia de dos amigos —un chico y una chica— que, borrachos perdidos, se filmaron una noche en vídeo en una actitud equívoca y provocadora, de cómo el vídeo llego a la Red y de cómo la loable y digna actitud del chaval, que rehusó aprovecharse de la circunstancia, hizo que en los foros de Internet, a raíz del efecto denominado «bola de nieve», se extendiese el entretenimiento de poner al chaval de vuelta y media y de maricón para arriba.
¿A dónde terminará conduciéndonos esta situación? No tengo ni la menor idea. Me gustaría creer que una autorregulación atajaría el problema pero, por desgracia, en la Red circula demasiada gente infame y, sobre todo, demasiada gente estúpida como para poner coto de forma fácil a estos desmanes. Al igual que ocurre en la vida real. Son los riesgos de la vida moderna. Supongo.
Parque Coimbra, junio de 2007