TODO LO QUE NOS QUEDA

Un inmueble que se cae a pedazos cuyo cometido era hasta hace poco el dar cobijo a enjambres de yonkis y ser mudo testigo del esparcimiento de las parejas que buscan en sus alrededores un momento de intimidad los fines de semana. Me estoy refiriendo a las ruinas de una vieja iglesia erigida en honor a San Pedro Apóstol, atribuida a José Benito Churriguera y levantada en el siglo XVII sobre el antiguo solar de una ermita mudéjar. Es todo lo que nos queda del antiguo poblado de Polvoranca, fundado en el siglo XI, incendiado y arrasado a causa de una epidemia de peste en las postrimerías del XVIII y que Pérez Galdós llega incluso a mencionar en su obra Nazarín.
Hoy por hoy es tan sólo un edificio que lleva abandonado más de treinta años, degradándose de forma progresiva sin que nadie que tenga intención de poner remedio. Una ruina que nos reprocha de forma tácita, en silencio, la desidia, la estulticia y el abandono al que sometemos nuestro legado histórico, artístico y cultural. Y lo realmente vergonzoso es que no se trata de un resto cultural perdido en una aldea inaccesible de una sierra inalcanzable donde habitan tres personas, dos cabras y el párroco. Para mayor oprobio, dichos restos se encuentran a tan sólo doce kilómetros del centro de la capital de España, entre los municipios de Alcorcón y Leganés —153.000 y 173.000 habitantes censados respectivamente.
Paseando por los alrededores de la finca sobre la que se asienta la antigua iglesia —cuya única protección consiste en una estúpida valla de alambre que ejerce de coladero debido a la cantidad de agujeros y rotos que nadie se preocupa de reparar—, podemos respirar, casi transpirar, la serena belleza de este antiguo lugar de culto. Podemos evocar sin excesivas dificultades cómo en aquel lugar se vivió y se murió, se oró con fe e incluso se blasfemó. Podemos rememorar cómo aquella iglesia, de señorial apariencia a pesar de sus reducidas dimensiones, pudo servir de amparo y consuelo a todo aquél que quiso refugiarse entre sus muros. Podemos —debido a que su fachada oeste está prácticamente derruida— admirar, como si de una vieja, rota y abandonada casa de muñecas se tratara, su parte interior, entreviendo la sencilla y deteriorada hermosura de su diminuto ábside y su crucero. Podemos, en definitiva, intuir la antigua y serena belleza de aquel paraje en siglos pasados.
Y ahora, a la vista de todo ello, no me queda otra opción que hacer mías las palabras del epitafio de Roy Batty: «todos esos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia».
Claro que, pensándolo fríamente, tratando de que no me hierva la sangre y se me caiga el alma a los pies cuando recuerdo mis paseos por la zona, es posible que sea yo el equivocado. ¿Cómo puedo ser tan egoísta e insolidario? Con el crecimiento urbanístico y la demanda de terrenos en la zona sur de la comunidad de Madrid destinados a construir viviendas unifamiliares a todo pasto, ¿qué representa una vieja iglesia? Es mucho más sencillo, cómodo y sobre todo lucrativo el recalificar y urbanizar terrenos que preservar esta vieja ermita que a nadie parece importar, esta parte de nuestra historia, de nuestro legado. Un legado histórico que no siempre va a estar ahí y que con toda seguridad, si algún día acabamos de ser concientes de nuestra propia estupidez y decidimos rescatarlo, será ya tarde para hacerlo.
De momento allí permanece en pie, desafiando el tiempo y la estupidez humana. ¿Por cuánto tiempo? ¿A quién coño le importa? Al fin y al cabo, tan sólo se trata de un monumento a nuestra propia vergüenza, si acaso la tuviéramos.
Alcorcón, noviembre de 2004