TEMPUS FUGIT
Hace unos días tuve la ocasión de reencontrarme con tres amigos a los que había perdido la pista hacía más de diez años. Contactamos después de que dieran con mis pasos de forma casual —encontraron mi página web a través de Google que es donde se suelen encontrar estas cosas. Ya se sabe lo que comentan: si no estás en Google, no eres nadie—, nos intercambiamos algunos emails y finalmente decidimos concertar una cita en un céntrica cervecería de Madrid.
Llegué al lugar a la hora convenida y tras acercarme a la barra y pedir una cerveza, me asaltó una terrible duda: ¿sería capaz de reconocerlos?. Obviamente, no iban a presentar el mismo aspecto con el que yo los recordaba la última vez que nos vimos. En el paso de la veintena a la treintena, diez años pueden ser todo un mundo —en algunos casos, desolador— por lo que decidí poner en práctica un viejo sistema. Eché un vistazo por el interior del local empleando en ello ademanes exagerados y ampulosos,. No estaba en mi ánimo el reconocerlos —tarea para la que ya me había declarado incapaz— sino que esperaba que ellos, de estar presentes, pudieran fijarse en alguien que pareciera estar buscando afanosamente. Mi táctica no obtuvo el resultado esperado y decidí aguardar a que los acontecimientos se sucedieran. Al menos ellos contaban con una ligera ventaja: habían visitado recientemente mi página web donde habían encontrado imágenes mías recientes. Esperaba que fuesen ellos los que me reconocieran a mí.
Cinco minutos más tarde entró por la puerta del local un individuo alto y fornido al que no identifiqué en un primer vistazo. El recién llegado se dirigió hacia mí con una sonrisa en los labios por lo que me costó muy poco sumar dos más dos pero la verdad es que, tal y como esperaba, no logré reconocerle hasta que no lo tuve a un par de metros. Tras unos breves y afectuosos saludos y las correspondientes muestras de sincera alegría, trabamos conversación tratando de ponernos al día. «¿Qué tal? ¿Cómo te va? ¿En qué andas últimamente?» Las frases de rigor que no deben faltar en una reunión como Dios manda. Diez minutos más tarde se unió a nosotros el segundo de los contertulios citados. Nuevos abrazos efusivos y nuevas preguntas apresuradas. Aquello funcionaba.
Nos dirigimos a una mesa ubicada al fondo del local e iniciamos la conversación. Era estupendo. La química funcionaba. Media hora más tarde se unió a nosotros el tercero de ellos. Yo estaba encantado. Fue como trasladarse de nuevo diez años atrás. Las conversaciones, los tonos, las bromas. Todo volvía a ser igual. Yo volvía a sentirme como aquel chaval veinteañero con cientos de ilusiones llenándole los bolsillos y al que las sombras del desencanto, el descreimiento y el cinismo aún no habían echo mella. Y allí estuvimos, charlando y riendo, una, dos, tres horas. No lo sé ni me importó. Perdí la cuenta.
Llegó el momento de la despedida. Abrazos y francas promesas de repetir la velada. Subí a mi coche y conduje de vuelta a casa con una sonrisa de satisfacción en los labios. Pero durante el trayecto, con el espectro de Ray Vaughan atronando los altavoces y la tibia brisa nocturna azotando mi rostro, terminé llegando a una terrible y fatídica conclusión: la reunión había sido magnífica pero, en el fondo, ellos ya no eran ellos ergo yo ya no era yo. A lo largo de la misma pude constatar dos verdades claras a la vez que contradictorias: por un lado, el encuentro había logrado evocar muy gratos recuerdos de una época no demasiado lejana; buenos momentos en los que mi vida iniciaba su andadura por una serie de derroteros que, para bien o para mal, acabaron conduciéndome a donde me encuentro a día de hoy pero, al mismo tiempo, me había demostrado de forma tácita una incuestionable y contundente verdad: que esos maravillosos años y las circunstancias que los rodearon se habían perdido para siempre hacía ya mucho. Nunca había sido tan consciente de mi propio recorrido vital hasta esa noche en que tuve ocasión de observar el de ellos. El hecho de verte día a día, de mirarte cada mañana al espejo y ver la misma cara una y otra vez, te hace perder la perspectiva temporal. Siempre tiendes a pensar que son los demás los que cambian pero que tú no; que tú siempre has sido, eres y serás el mismo. El contemplar su metamorfosis había sido constatar la mía propia. Ver como ellos habían crecido, cambiado, madurado, me hizo consciente de mi propia evolución. Y la imagen presentada no me resultó tan agradable. La velada había sido excelente pero a mí me había acabado dejando un leve regusto agridulce en la boca del estomago.
En cualquier caso, Álvaro, Alberto, Adolfo. Gracias por esos momentos. Los pasados y los presentes. A veces son muy necesarios. Tanto los unos como los otros.
Alcorcón, junio de 2005