LA MIRADA DE SANDRA
Siempre he mantenido una firme creencia —considero que ampliamente compartida—: los animales son, por norma general, más dignos que las personas. O al menos tienen la fortuna de verse libres de muchas de las maldades y vicios de los que adolecen éstas. De entre todos ellos, prefiero con diferencia al perro. Siempre me ha maravillado la sorprendente capacidad que tienen estos animales para sacar lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros. La honestidad y fidelidad de su carácter —que algunos confunden con sumisión— les imprime un sello de nobleza difícil de hallar en los seres humanos. Son capaces de dormir en la fría tierra, pasar penurias e incluso jugarse la vida sólo por satisfacer a la persona con la que conviven. Lo dan todo por mera lealtad, sin esperar nada a cambio y ese es, por desgracia, un obsoleto valor realmente escaso hoy en día.
«La grandeza de una nación y su progreso moral pueden ser juzgados por la forma en que son tratados sus animales». El recuerdo de esta frase, atribuida a Gandhi, brotó en mi cabeza hace unas semanas cuando leí en un diario una insólita reseña. Según la misma, en un pueblo de Bulgaria llamado Brodilovo se practica todos los años una curiosa costumbre local: el «trichane na kuche» o «giro del perro». El tradicional rito consiste en suspender en el aire a un perro atando su cuerpo a un arnés especial fabricado con dos cuerdas retorcidas. Al soltarlas, las cuerdas se desenrollan haciendo que el perro gire vertiginosamente. La creencia popular afirma que cuantos más excrementos arroje y disperse el can en su giro, más prospero será el año venidero. Prospero para todos menos para el perro, presupongo. Lo primero que se me ocurrió mientras leía la noticia fue «pues podían establecer un rito para medir la fertilidad de los habitantes y colgarse ellos por los huevos». Podría ser un evento interesante, curioso y quizá hasta atraería a miles de turistas que sacarían fotos a tutiplén y comprarían llaveros conmemorativos del acto, permitiendo de paso sanear la economía local. Un negocio redondo. Además, en la reseña que mostraba el diario, se podía ver una foto de la cruel ceremonia. En ella aparecía la imagen de un perro suspendido en el aire y girando velozmente. La faz del animal estaba congestionada y descompuesta por el terror. Y esa imagen trajo hasta mí el recuerdo de fantasmas pasados.
Se llamaba Sandra. Era una hembra de pastor alemán sin pureza de raza ni pedigrí a la que recogimos de la calle. Un autentico terremoto incapaz de estarse quieta siquiera dos segundos. Traviesa y vivaracha, recuerdo cómo, al vernos aparecer, levantaba sus respingonas orejas y brincaba a nuestro alrededor con júbilo desmedido aunque tan sólo hiciera diez minutos que nos hubiésemos marchado. Recuerdo que me encantaba tumbarme en el césped muy quieto y hacerme el muerto para que ella se acercara lentamente, me olisqueara y tratara de «revivirme» a base de suaves e insistentes lametazos en la cara. Recuerdo cómo se echaba a mi lado para que le rascase el cuello a lo largo de tardes enteras. Sólo adolecía de un defecto provocado por su carácter inquieto y aventurero, alentado seguramente por su origen vagabundo: en cuanto la perdíamos de vista, le encantaba escaparse y deambular durante horas por las calles de la urbanización. Recuerdo cómo nos causaba mucha inquietud su ausencia, sobre todo las tardes en que se retrasaba en exceso de sus excursiones clandestinas. Pero, al final, volvía. Siempre volvía. Invariablemente volvía.
Volvió incluso el día que un hijo de puta desaprensivo la dejó abandonada tras atropellarla con su coche.
Tenía el espinazo partido y los cuartos traseros completamente destrozados y, aun así, fue capaz de regresar a casa, arrastrándose desde Dios sabría dónde. Recuerdo sus aterrados ojos, grandes y marrones, clavados en los míos cuando la encontramos a las puertas de casa. Unos ojos que evidenciaban súplica, culpabilidad e incredulidad a un tiempo. Lamía mis manos suavemente en busca de una caricia, un alivio para su tremendo dolor. Me miraba lánguidamente preguntándome en silencio, pero yo no fui capaz de darle ninguna respuesta. Lo único que hice fue tratar de ofrecerle algún consuelo. Estuve todo el día junto a ella. Revisamos sus tremendas heridas y la triste conclusión fue que, aun en el improbable caso de que sanara, Sandra quedaría gravemente inválida. Un animal acostumbrado a vagar libremente, a correr por el campo, a comerse el mundo a bocados, postrado para el resto de sus días. La decisión tomada fue cruel y drástica pero creo que necesaria. O quizá me equivocara. No lo sé. La cuestión es que no me separé ni un instante de su lado hasta que llegó el momento de sacrificarla pero, en el momento en que la subían en una vieja carretilla para llevársela, el animal me miró con sus grandes y asustados ojos por última vez y me vine abajo. No pude. Fui incapaz de estar con ella en su último viaje. Me encerré en casa y lloré con amargura durante horas.
De eso hace ya veinte años y desde entonces no he sido capaz de volver a hacerme acompañar —no digo tener, comprar o poseer. Creo que la cuestión es mucho más profunda que una mera transacción mercantil— por un perro. He estado tentado de hacerlo en numerosas ocasiones pero finalmente he desistido de ello. Me he autojustificado cientos de veces, razonándome a mi mismo lo incómodo que resulta mantener una mascota y la esclavitud de las obligaciones que ello conlleva. Siempre he tratado de minimizar, de trivializar mis sentimientos restándoles importancia y ocultándolos bajo una coraza que no pudiera ser traspasada. Y creo que, con el tiempo, he acabado consiguiéndolo. Sólo que, de cuando en cuando, en las ocasiones en las que surge una noticia como la de Brodilovo o la de algún otro bastardo demente que cuelga de un árbol a su perro porque ya es viejo, no le es de utilidad o le estorba, siento cómo algo se rompe dentro de mí y se me enciende la sangre. No puedo evitar el maldecir a esos cabrones cientos de veces y, en el fondo, envidiar su infinita suerte. Y digo suerte porque estoy más que seguro que esos malnacidos no se han visto jamás en el trance de tener que sostener la mirada de Sandra.
Alcorcón, abril de 2005