REAL COMO LA VIDA MISMA


Desde hace bastante tiempo he asumido el convencimiento de que tratar de batallar contra el inaccesible muro que supone la burocracia administrativa de este país es una guerra perdida de antemano, una entelequia imposible de afrontar. En la mayoría de las ocasiones supone entrar en una delirante espiral que pondrá a prueba tu umbral de resistencia y que, en el mejor de los escenarios, tras resolver el problema planteado, agotará tu paciencia y tus nervios. En el peor, también los agotará pero sin haber conseguido resolverlo. ¡Qué le vamos a hacer! España y yo somos así, señora.

Campaña de la Renta 2005. Como todo probo ciudadano de este país procedo a realizar mi declaración de IRPF. Tras batallar durante horas con escalas, gravámenes, bases imponibles, coeficientes, intereses y la puta que los parió a todos, consigo terminar mi declaración y procedo a entregarla en la oficina bancaria con la satisfacción de haber cumplido con mi deber como contribuyente. Quince días más tarde y por circunstancias meramente casuales, descubro que en la declaración entregada existe un error de cómputo. Error exento de mala fe y achacable exclusivamente a mi torpeza. No es cuestión de buscar culpables. Como aún no se ha cumplido el plazo máximo de entrega de declaraciones, entiendo que quizá sea posible solventarlo antes de que el hecho produzca algún perjuicio. Para la Agencia Tributaria pero sobre todo, para mí. Procedo a iniciar los trámites. Y ahí comienza mi calvario.

Llamo al teléfono de información de la Agencia Tributaria. Pulse «1» si se trata de un tema de la Renta, pulse «4» si desea hablar con un operador. Finalmente se pone al aparato un cordial funcionario de la Agencia Tributaria —que, en teoría y hasta que no se demuestre lo contrario, posee los conocimientos necesarios para responder a mi duda puesto que asumo que su cometido es precisamente ese, el de atender las dudas de los contribuyentes— el cual, tras exponerle la cuestión me indica que debo realizar una declaración complementaria. A mí se me queda cara de poker y le pregunto que si puede explicarme en que consiste exactamente dicho trámite. El funcionario me indica amable y pacientemente que se trata de hacer una nueva declaración consignando todos los datos de forma correcta y que dicha declaración procederá a complementar a la errónea que entregué en un primer momento. La única diferencia entre una declaración complementaria y una normal es que existe una casilla de la primera página en la que debo indicar que se trata, en efecto, de una declaración complementaria. Le agradezco sus explicaciones y cuelgo el teléfono.

Como uno ya es un poco puta y se conoce el percal, procedo a llamar dos veces más. Es un viejo truco muy útil en los teléfonos de atención (los de Hacienda, los de Telefónica, los de los Ministerios, los que sean). Se conoce como el «Teorema de las tres llamadas». Lo explico. Cada vez que llamas a un servicio de este tipo suele contestar un individuo diferente que a su vez suele proporcionarte una respuesta diferente ante el mismo planteamiento por lo que lo ideal es realizar un mínimo de tres llamadas para cualquier duda a resolver. Con las tres respuestas en la mano —insisto en que serán diferentes entre sí aunque hayas preguntado exactamente lo mismo— y empleando el método de contraste, se extrae de ellas aquella información que es idéntica y coincidente. Y con un alto porcentaje de seguridad, esa información será, más o menos, correcta. La cuestión es que funciona. En la mayoría de las ocasiones.

Pero vamos a lo que íbamos que me disperso. Llamo en dos ocasiones más y en ambas me confirman —con distintos matices e incluso conceptos— que el trámite apropiado para aportar nuevos datos a una declaración ya entregada es realizar una declaración complementaria. Satisfecho por el resultado de mi añagaza, procedo a realizar la dichosa declaración complementaria. Más peleas con gravámenes y escalas para tratar de incluir y cuadrar los datos que no incluí en la primera. Sudoroso pero satisfecho por el deber cumplido, imprimo la nueva declaración y con ella entre las manos, observándola con un punto de orgullo, tal y como un padre observaría a su retoño recién nacido, me asalta una nueva duda: ¿las declaraciones complementarias podrán entregarse en entidades colaboradoras como los bancos o deberán entregarse en la delegación de hacienda?

Nueva llamada al teléfono de información de la Agencia Tributaria. Pulse «1» para… Pulse «4» para… Y justo en el momento en el que voy a preguntarle al amable funcionario —uno de ellos—, se me enciende una lucecita y me digo «voy a explicarle todo el caso de nuevo como si fuese la primera vez que llamo y cuando me confirme que debo entregar una declaración complementaria, le pregunto que dónde se pueden entregar». Precavido que es uno. Y un poco puta. Le cuento mi problema y antes de terminar, mi interlocutor, con un tono de convencimiento que tira de espaldas, me indica: «lo que debe usted hacer es presentar una declaración… sustitutiva» ¡Mierda! Comienzo a mudar de color «¿Y podría explicarme en que consiste dicho trámite, amable funcionario?». Me cuenta que debo entregar una nueva declaración y un documento en el que se especifique el motivo de esa nueva entrega y, a su vez, en el que indique que la anterior declaración entregada queda sin efecto. «Disculpe —indico con un hilillo de voz— ¿Y el concepto de «declaración complementaria?». «No, hombre, no —me responde el campechano funcionario—. Ese trámite es para entregar declaraciones fuera de plazo y que complementen a una ya entregada en su momento pero como usted está aún dentro de plazo, no necesita recurrir a él. Basta con que entregue una nueva que anule y sustituya a la anterior. Ya le digo. Sustitutiva. Eso sí, como el documento aclaratorio con el que debe de acompañarla debe pasar por la ventanilla de Registro, la sustitutiva debe usted entregarla ineludiblemente en su delegación de hacienda».

Comienzo a dudar de la fiabilidad de mi, hasta ese momento infalible, «Teorema de las tres llamadas». La seguridad con la que acaba de hablar mi interlocutor deja lugar a muy pocas dudas. Aun así, procedo a llamar otra vez —si un día sortean algo entre los llamantes al teléfono de atención de la Agencia Tributaria, me toca fijo— y pregunto de nuevo. No hay duda. «Sustitutiva» me indica mi nuevo interlocutor. Cuelgo el teléfono cagándome en mis muertos más frescos, procedo a imprimir de nuevo la declaración tras desmarcar la casilla de «declaración complementaria» —empiezo a pensar que los fabricantes de folios también me harán un homenaje el día menos pensado—, redacto el documento explicativo y me dirijo con cierta expectación a la delegación de hacienda.

Durante el trayecto reviso la carpeta en la que llevo toda la documentación. En ella figuran la declaración sustitutiva y el escrito explicativo (con dos copias, por si acaso) pero también he optado por incluir la complementaria que imprimí en un primer momento, la declaración errónea que entregue en primer lugar —maldito el día— y un escapulario de la Virgen de Guadalupe que, según la información proporcionada por la Agencia Tributaria, no es estrictamente necesario pero tampoco estorba. Y nunca se sabe. Tras aguardar pacientemente media hora de cola, me dirijo a la ventanilla de Registro y me atiende una mujer malencarada —normal, todos los funcionarios amables están en atención telefónica— que me observa como si acabase de pegar a su padre. «Buenas, vengo a entregar una declaración sustitutiva». La mujer me mira frunciendo el ceño como si estuviese viendo a un marciano. O a un contribuyente gilipollas. O a un contribuyente marciano y gilipollas. Mal empezamos. «¿Cómo que sustitutiva?» me replica con ademán enérgico. «Sí, —explico yo— es una declaración que sustituye a una que ya he entregado y que es errónea». Su contundente respuesta estuvo a punto de producirme un colapso allí mismo. «Lo que usted tiene que entregar es una declaración complementaria». Cuento hasta diez. Silencio incómodo. La mujer me mira con fijeza. Puedo leer en sus ojos su deseo de llamar a los de seguridad. «Mire, —le indico con voz suave y pausada pero inflexible al tiempo que mis ojos comienzan a extraviarse y conforman una mirada de loco que asusta— en el teléfono de atención de la Agencia Tributaria me han dicho en dos ocasiones que debo entregar una declaración sustitutiva y un escrito aclaratorio y por mis cojones que voy a entregar una sustitutiva pero como da la casualidad de que en esta carpetilla traigo de todo, coja usted lo que estime más oportuno y quédese, si lo desea, con la original errónea, la sustitutiva, la complementaria, el reintegro o el pleno al quince. A mí me da ya igual. Lo que si quiero es que, por favor, me selle este escrito en el que trato de explicar todo el problema para que conste mi voluntad de solventarlo. Y morirme. También quiero morirme y que el mundo explote de una puta vez y nos vayamos todos al carajo»

La funcionaria continúa mirándome con impertinente fijeza pero en sus ojos ya no hay desafío. Casi podría afirmar que despunta en ellos una ligera brizna de temor. Agacha la cabeza, farfulla algo entre dientes y recoge la declaración sustitutiva y el escrito que le tiendo. Lo sella y me devuelve una de las copias mientras yo, con una sonrisa dibujada en los labios que ya quisiera para sí el payaso asesino de Poltergeist, mascullo un «gracias» y salgo por la puerta de la delegación sin saber a ciencia cierta si, a pesar de todos mis esfuerzos, he realizado el trámite de forma correcta o bien tendré los consabidos problemas a posteriori. Pero ya no me importa. Tan sólo quiero acabar de una vez con esta maldita pesadilla.

A la mañana siguiente me despierto con la sensación de haber tenido un horrible sueño. Tras resolver unas tareas pendientes se me ocurre consultar a través de Internet el saldo de mi cuenta corriente. Y ante la información mostrada en la pantalla mi rostro se desencaja mientras un escalofrío recorre mi espina dorsal. No, otra vez no. La maldición me persigue. Esto no puede ser. No puede estar pasándome a mí. Esto debe ser la versión tributaria de «El gato negro» de Poe. Al final de la relación de apuntes bancarios descubro que la Agencia Tributaria a procedido a abonarme el importe de mi primera declaración, la errónea. Me tomo un café, me relajo, me armo de paciencia y procedo a llamar de nuevo al teléfono de atención de la Agencia —el día menos pensado saldrán a recibirme con Majorettes—. Me atiende una amable señorita a la que le explico todo el problema, desde el principio; le comunico que me han abonado el importe de una declaración errónea y le pregunto que cual es el trámite que debo realizar para regularizar la situación. «Lo que tenía usted que haber hecho es presentar una declaración complementaria», me dice. «Señorita, no empecemos por ahí, que me conozco», replico mientras siento cómo se me aceleran las pulsaciones. «Bueno, pues tiene usted que hablar con Hacienda», me indica con cierto tono de apuro asomando en su voz. «Pues menos mal que me lo aclara, señorita, porque yo pensé que había llamado a la Agencia Tributaria pero, por lo que veo, me he equivocado». La funcionaria, que ha captado perfectamente el choteo, me explica: «me refiero que debe usted esperar a que Hacienda se ponga en contacto con usted para aclararlo» «Ya —indico yo—, pero… y mientras tanto, ¿qué? Porque me gustaría saber si la Agencia Tributaria procederá a reclamarme todo el importe que me ha abonado de forma errónea y ya me pagará lo mío o bien sólo me solicitará que le reintegre la diferencia. Comprenda que no puedo mantener congelado ese dinero en espera del resultado». «Pues no sabría decirle. Pásese por su delegación y que allí le expliquen». «Pues qué bien» «Pues es lo que hay» «Pues muchas gracias, señorita. Por cierto, ¿sabe si sigue allí la señora de la ventanilla del Registro? Es que como ya nos odiamos mutuamente, me ahorraría el trabajo de empezar a hacer blanco de mis iras a otro funcionario» Tut-tut-tut. Ha colgado. Que poco aguante tiene la gente, oye.

Así que próximo lunes me acercaré a la delegación de hacienda y que sea lo que Dios y la burocracia quieran. Y llevare conmigo la partida de bautismo, el certificado de penales, el libro de familia, el seguro del coche, el carnet de la biblioteca y el test de VIH. Que nunca se sabe y con Hacienda, coñas, las justas. Que son muy serios.

Parque Coimbra, julio de 2006