PATRIMONIOS


Sábado, 8:30 post meridian. Aparcamiento de un gran centro comercial y de ocio con nombre de mítico paraíso evocado por Coleridge y empleado después para dar título a una película musical de infumable contenido. El diseñador del mismo —del centro comercial, no del paraíso—, desconozco si debido a un acertado criterio o bien a alguna obligada normativa al respecto, ha reservado para los minusválidos las seis plazas de estacionamiento más próximas a cada una de las puertas de acceso al inmenso recinto. La medida parece obvia y justa. Se trata de facilitar el acceso al lugar a aquellas personas con problemas de movilidad. Nada a lo que el sentido común —el menos común de los sentidos— deba poner objeciones.

Un Seat Ibiza de color amarillo hace su aparición en el lugar. Espectacular aparición por más señas. El vehículo aporta la dosis de exotismo justa y adecuada —lunas tintadas, faldones a ras de suelo, llantas resplandecientes y pegatina de un diablillo con cara de gilipollas en la parte trasera—, evidenciando el marchamo y la denominación de origen de mascachapas que presupongo ostenta su propietario. Individuo que, para más señas, trata de emular las proezas de Fernando Alonso circulando a toda velocidad por un aparcamiento repleto de niños de corta edad al tiempo que hace chirriar las ruedas de su coche a cada curva que toma.

Al llegar a una de las puertas de acceso al recinto, el conductor, sin el menor complejo, duda o asomo de culpa, estaciona el vehículo en una de las plazas reservadas a minusválidos tras comprobar que el resto de plazas libres quedan «a tomar por culo» en el sentido más bíblico del término. Del coche descienden tres jóvenes, dos chicos y una chica, primos hermanos —en apariencia— del Neng de Castefa. Ellos, ataviados con el uniforme oficial de cachorros estilo imperio —pelo cortado a cepillo, gafas Arnette modelo Nomemiresquetemeto sobrepuestas en la coronilla, camiseta tres tallas menor de lo recomendable por la OMS y patillas que les llegan hasta la barbilla—. Ella, la Jenny, engalanada de golfa olímpica —chándal o ropa deportiva acompañada de zapatos de tacón alto y suficiente maquillaje como para restaurar la Capilla Sixtina—. Mi acompañante y yo, a escasos metros del lugar, nos miramos con gesto de «hay que joderse». Uno de los jóvenes se percata de que estamos observando la maniobra con cara de sorpresa y debido a algún resquicio de decencia escondido en el fondo de su ser y que quizá en su día trataron de inculcarle sus progenitores, le señala al conductor la señal que indica la restricción de la plaza en la que acaba de estacionar. El conductor hace un gesto de desprecio con la mano restando importancia al asunto mientras que Miss Spice Girl, haciendo gala de la suavidad, feminidad, glamour y delicadeza que seguramente la caracterizará en otros aspectos de su vida, le dice a grito pelado: «¡No jodas! ¿Tú estás tonto? No querrás que venga andando desde el quinto coño con estos tacones y el frío que hace».

Los tres jóvenes desaparecen de nuestra vista engullidos por el gigantesco centro de ocio. Mi acompañante y yo aún estamos comentando la jugada y dirimiendo acerca de las bondades de los correccionales como principio educacional cuando de pronto, aparece en el lugar un BMW serie 5 de los de sesenta mil euros la pieza. El vehículo realiza una maniobra de giro y estaciona en paralelo al Ibiza antes mencionado copando otra de las plazas reservadas a minusválidos. De su interior descienden un tipo de edad madura, impecablemente vestido con ropa de sport, con aspecto de nuevo rico encantado de haberse conocido a sí mismo y una mujer elegantemente ataviada con el uniforme oficial de maruja de alto standing —traje chaqueta de marca (y no de cualquier marca), zapatos negros y pelo recogido en un moño—. El hombre pulsa un botón del mando a distancia para activar la alarma y el coche se convierte en un carrusel de luces y pitidos. Con gesto altivo, ambos abandonan el lugar y se dirigen hacia las puertas del centro comercial.

Mi acompañante y yo concluimos la jornada razonando una verdad que, a estas alturas, no es ningún nuevo descubrimiento sino, más bien, una simple y cruel constatación: que no hay límite de edad ni de estrato social para la estulticia. Debe ser que la educación, el civismo y el respeto a los demás son patrimonio del alma. Y el alma sólo es de Dios. Quizá por eso haya tanto hijoputa por ahí suelto que se autodenomina ateo cuando el ser ateo es otra cosa bien distinta a ser un cabrón con pintas en los lomos.

Parque Coimbra, diciembre de 2005