PARA TODOS NOSOTROS
Dentro de pocos días se cumplirá el 68 aniversario de la muerte de Buenaventura Durruti, personaje por el que, como saben los que me conocen, siento cierta debilidad y al que considero un carismático protagonista de algunos de los hechos más relevantes asociados a un reciente periodo de la historia de España.
Calificado por sus enemigos como bandido y malhechor y por su amigos como alguien de gran corazón y con un estricto sentido de la justicia, Durruti no fue más que una persona a la que le tocó nacer y vivir en un periodo difícil y conflictivo en el que, lejos de resignarse, decidió luchar de forma activa contra un sistema social que él consideraba viciado de raíz. Fue un luchador nato que, negándose a resignarse a su destino, escogió la vía más dura: la de pelear por sus creencias con todos los medios a su alcance aun a pesar de que esa postura le llevara a convertirse en un proscrito.
Tal y cómo afirmó en una ocasión el escritor Ilya Ehrenburg, que conoció personalmente a Durruti en 1931, «ningún escritor se hubiera planteado escribir la historia de su vida; ésta se parecía demasiado a una novela de aventuras». Expulsado de la UGT a los 21 años por su talante excesivamente radical; miembro de varios grupos sindicalistas radicales y violentos —«Los Justicieros», «Los Solidarios», etc— que se enfrentaban a bandas armadas promovidas y soportadas por las patronales; planificador de un intento de asesinato y uno de secuestro contra la figura de Alfonso XIII; ladrón de bancos; visitante asiduo de múltiples y variadas cárceles; condenado a muerte en tres países y desterrado de otros ocho, su trayectoria vital acaba cobrando pleno auge con el advenimiento de la Guerra Civil Española.
Tras el golpe del general Franco es la clase obrera, los libertarios, los sindicalistas, los que evitan que la rebelión militar triunfe en las grandes ciudades como Madrid o Barcelona. Entre ellos, por supuesto, estaba Durruti. Es en esta última ciudad donde su amigo y compañero durante tantos años, Francisco Ascaso, caerá abatido en los primeros días del alzamiento cuando trataban de arrebatar el cuartel de las Atarazanas de las manos de los militares alzados. Durante este periodo, Durruti enfoca su lucha contra el fascismo dirigiéndola hacia dos frentes: por un lado, la lucha armada contra el ejercito profesional sublevado y por otro, la implantación de una revolución social consistente en la colectivización de tierras, fábricas y talleres y la abolición de la propiedad privada.
Este periodo da lugar al nacimiento del aura legendaria de Durruti gracias a sus valerosas y arriesgadas acciones, llevadas a cabo junto a su columna de milicianos, participando en la campaña de Aragón donde alcanzó su momento cumbre con el cerco de Zaragoza, ciudad leal al alzamiento desde los primeros momentos de la contienda. Y en parte, es la grandeza de sus éxitos la causa de su perdición. En noviembre de 1936, el Madrid sitiado se encontraba a punto de caer en manos fascistas y en esos críticos momentos, si caía el frente de Madrid, el resto caería detrás. A la hora de enviar ayuda, todo el mundo pensó en él y finalmente, a regañadientes y aun creyendo firmemente que su sitio estaba en Aragón, Durruti cede y acude a Madrid a prestar su apoyo. El avance nacional sobre la capital consigue detenerse por el momento pero el coste es demasiado alto. Durruti cae abatido por un peculiar disparo el 19 de noviembre de 1936 en el frente de la Ciudad Universitaria. Disparo que dio —y sigue dando— lugar a miles de conjeturas acerca de su autoría.
Su entierro en Barcelona fue multitudinario. Se estima que uno de cada cuatro barceloneses acudieron al sepelio. Las muestras de dolor y rabia fueron constantes y evidentes pero, por desgracia, el mal ya estaba hecho: Durruti había muerto y con su muerte comenzaba a forjarse la leyenda. La leyenda de un luchador, de un revolucionario que pagó con su vida la defensa de sus ideales pero que al mismo tiempo forjó la gesta de un personaje —porque Durruti dejó de ser persona para convertirse en personaje— cuya vida y trayectoria no fueron ajenas a las más curiosas elucubraciones y paradojas: uno de sus hermanos —Pedro Marciano— era afiliado de Falange Española y murió en 1937 a manos de sus propios correligionarios en circunstancias nunca aclaradas. Otra casualidad también quiso que la fecha de su muerte coincidiera —uno el mismo año y otro con 39 de diferencia— con la de dos de sus adversarios ideológicos: José Antonio Primo de Rivera y el general Franco.
Hoy, 68 años después, la llama que Durruti logró prender sigue viva en el corazón de mucha gente. Y no me cabe duda alguna que el 20 de noviembre alguien entonara un «A las barricadas» en honor de aquel revolucionario que luchó y murió por defender la idea de una sociedad más justa y digna. Para todos nosotros.
Alcorcón, noviembre de 2004