MOVER UN DEDO


Me gustaría proponerles un simple ejercicio —teórico o práctico, trasládenlo al ámbito que estimen oportuno—: traten de pasar una jornada completa de su vida, una sola, andando a la pata coja. Desde que se levanten por la mañana, alcen un pie y no lo posen en el suelo hasta que el día no termine y durante ese tiempo traten de llevar a cabo todos sus quehaceres habituales. Procedan a su aseo personal, dúchense, vístanse, suban y bajen escaleras, entren y salgan de su coche, usen el transporte público, realicen las gestiones habituales en su trabajo, en oficinas o en supermercados, vayan al cine o al teatro, salgan a cenar, paseen. Todo ello sin posar el pie en el suelo. ¿Se lo imaginan? Pues no es ni una décima parte de las cotidianas dificultades por las que tienen que atravesar durante todos los días de su vida cualquier persona aquejada de algún tipo de minusvalía media.

Aunque no lo crean, aún hay gente que considera a una persona minusválida como un privilegiado de la sociedad. Arguyen que se le adaptan zonas y accesos, se les entregan subvenciones, se les ceden plazas de aparcamiento en los lugares más cómodos y accesibles. ¿Qué tienen ellos que no tenga yo? ¿Por qué ellos sí y yo no? ¿Es que nos hemos vuelto locos? ¿De qué privilegios estamos hablando? ¿Es tan increíble deducir, tan difícil concebir que tan sólo se trata de civismo, de respeto y de facilitar la convivencia cotidiana de aquellos que sufren la circunstancia de no poder hacerlo libremente como los demás?

Lo peor no es eso. Lo peor es que esta sociedad insensibilizada, reacia siempre a ponerse en el lugar del otro, no sólo no toma las iniciativas necesarias para facilitar la vida diaria de estas personas que cuentan con la desgracia de tener que enfrentarse día tras día a su handicap sino que, en las escasas ocasiones en las que se regulan normas al respecto, nos pasamos por el arco del triunfo esos avances haciendo como si no fuesen con nosotros, como si la cotidianeidad de esas personas no fuese lo suficientemente complicada de por sí como para que el resto de la población, con el egoísmo implícito en nuestros actos más habituales, nos empeñemos en complicársela aún más.

Siendo bien pensados podríamos argüir que, en el fondo, no somos unos cabrones desalmados sino que simplemente somos descuidados. Que no pecamos de malicia sino de indolencia pero, sinceramente, si me preguntan, no sabría decirles que me parece peor. Si ser malintencionado por naturaleza y ser consecuente con ello o ser un apático social al que las penalidades de los demás le importan una mierda.

Existe una asociación en un pueblo de Guadalajara, Asociación de Minusválidos de Alovera, que a través de su página está llevando a cabo una campaña de sensibilización y recogida de firmas para que se sancione con la retirada de dos puntos del carné de conducir a aquellos conductores que no respeten las zonas de aparcamiento para minusválidos. Dichas firmas serán enviadas a la Dirección General de Tráfico y a los estamentos gubernamentales adecuados para que se proceda a evaluar la propuesta a la mayor brevedad posible. La iniciativa me parece digna de interés, cuenta con todo mi respeto y mi apoyo y, desde esta modesta tribuna, me atrevo a pedirles también el suyo. Ciertamente resulta lastimoso e incluso vergonzante tener que llegar a tales extremos pero la experiencia nos da la razón. Por desgracia, el único lenguaje claro e inequívoco que parece entender el español medio es el del precepto, la ley, la norma y la sanción. Si, motu proprio, no somos capaces de entender, de calibrar con propiedad esos detalles que a nosotros pueden parecernos nimios pero que en muchas ocasiones son de vital importancia para otras personas, quizá la única solución factible pase por aplicar la ley de forma estricta y severa.

Somos tan estúpidos que ni siquiera anteponiendo el sentido del egoísmo por delante de cualquier otra estimación somos capaces de ver más allá de nuestras narices. No somos capaces de pensar ni en nuestra propia fragilidad. Por mucho que queramos creerlo, ni somos invulnerables y ni somos conscientes de hasta qué punto nos pueden fallar las previsiones. Basta un frenazo a destiempo, un reventón de rueda, un conductor despistado, una caída inoportuna y un bordillo desafortunadamente situado para que nos veamos, en una fracción de segundo, en el otro lado, formando parte, de forma temporal o definitiva, de aquellos cuyo bienestar hoy despreciamos con desidia. Y entonces todo serán lamentos y maldiciones acordándonos de cuánto pudimos hacer y de cómo jamás movimos un dedo para llevarlo a cabo.

Parque Coimbra, octubre de 2006