MEDIOCRIDAD
Lo conocí hace más o menos un par de años. Coincidimos en una de esas veladas a las que se acude para ver y ser visto y que conforman el meollo de lo que se conoce por vida literaria. En aquella época, él acababa de publicar una novela que obtuvo una cierta repercusión y yo andaba de un lado a otro con mi manuscrito bajo el brazo tratando de encontrar a alguien interesado en publicar Muñecas tras el Cristal. Nos presentó un amigo común y lo cierto es que congeniamos. Nos caímos bien. Al poco de conocernos hablábamos con familiaridad de autores, de lecturas comunes, de la situación editorial, de nuestras futuras novelas… De todo un poco. La reunión, que se había iniciado con evidentes visos de resultar soporífera, terminó convirtiéndose en una velada interesante y extremadamente agradable. El tipo era realmente encantador.
En mitad del festejo me hizo una seña para indicarme que lo acompañase. Intrigado, seguí sus pasos comprobando con sorpresa que nos dirigíamos al aseo de caballeros. Mientras yo componía extrañas cábalas sobre el motivo que le había empujado a pedirme que lo acompañase hasta ese lugar, entramos en los lavabos. Una vez hubo comprobado que no había nadie haciendo uso de los aseos, mi acompañante extrajo una carterita de piel, una tarjeta de crédito y una bolsita de plástico transparente en cuyo interior se alojaban unas piedrecitas cristalinas de color blanquecino.
Colocó un par de piedras sobre la cartera y comenzó a triturarlas empleando para ello el borde la tarjeta. Ante la inesperada situación no hice ningún aspaviento ni le planteé admonición alguna. Ya no tengo edad para ir de mojigato por la vida. Me preguntó con una sonrisa que si me apetecía tener una cita con La Gran Dama Blanca. Uno no es un santo precisamente pero rechacé cortésmente la invitación aduciendo que prefería la compañía de otro tipo de sustancias, destiladas y con la etiqueta Single Malt a ser posible.
Comenzó a glosarme las bondades del producto incidiendo en el aspecto creativo de la cuestión. Que si uno aguanta lo que le echen, que si uno puede estar doce horas escribiendo del tirón. Me habló de la anécdota —que yo ya conocía por otras fuentes— de un conocido escritor que, impelido por la necesidad contractual de entregar un libro, se encerró en la habitación de un hotel con treinta gramos y salió de ella a los quince días con una novela de trescientas páginas bajo el brazo. A diez páginas por gramo. Aun así, rechacé de nuevo la invitación y él no insistió más. Aspiro las dos líneas blancas dispuestas sobre la carterita de piel y salimos de allí sin hacer ningún comentario más al respecto. Un par de horas más tarde tuve que marcharme. Intercambiamos números de teléfono, quedamos en llamarnos y volver a vernos, tomar unas cañas y charlar pero, por unas cosas u otras, la promesa nunca llegó a materializarse. Y, a partir de ese día, le perdí la pista.
Unos días después de conocernos me hice con un ejemplar de su novela y lo leí con avidez. Es buena, muy buena. Prosa impactante, trama adictiva, oscura, inquietante, delirante en ocasiones, con un punto de desquicio que llega a desasosegarte según avanzas en su lectura. De esos textos que te cautivan desde la primera página y de los que, una vez leídos, no puedes evitar pensar que te gustaría tener los cojones y la soltura suficientes para llegar a escribir algo así algún día.
Hace un par de meses volví a coincidir con él de forma casual.
El encuentro resultó desolador. Moqueaba de forma continua, con las pupilas más dilatadas que los faros de un camión, ojeras de varios días sin dormir y con esa mirada perdida del que está deseando ponerse de nuevo en cuanto se le pase el subidón de la dosis que acaba de meterse. Yo estaba hablando con un grupo de personas y se acercó a saludar. Curiosamente, se acordaba de mí. Nos saludamos, charlamos brevemente, le pregunté por sus libros. Con la mirada extraviada nos comentó que no había vuelto a publicar nada aún —recalcó de forma especial lo del aún— pero que andaba inmerso en una novela que era la leche, que iba a ser el no va más de la nueva literatura. Alguien de otro grupo requirió su atención y se despidió de nosotros. Los allí presentes nos miramos con aire compungido. «Es una verdadera lástima. Con la carrera que tenía por delante. Yo he leído algunas cosas inéditas suyas y lo cierto es que el tío vale mucho pero ya ni siquiera tiene ánimo para escribir. Últimamente no vive más que para una cosa», comentó uno de nosotros mientras se llevaba discretamente un dedo hacia un lado de la nariz. Mal asunto.
Hace tres días me enteré de que lo habían ingresado de urgencia. Fallo multiorgánico. El tabique nasal hecho fosfatina —y ese era el menor de sus males—, el hígado como para hacer paté y del resto, para qué hablar. Si sale de esta, lo va a tener muy jodido el resto de su vida. He vuelto a releer su novela. Ahora mismo reposa sobre la mesa de mi escritorio mostrando su portada de tonos azules y el título escrito en letras grandes y blancas. Sigo pensando que es una gran obra. Una novela de las mejores que he leído nunca pero no he podido evitar concluir con un leve gesto de amargura asomando a los labios que si el precio por escribir una novela así es el que estás pagando, compañero, ya le pueden ir dando. En casos así, prefiero seguir siendo mediocre.
Parque Coimbra, mayo de 2007