MECÁNICA CUÁNTICA
Hay un término que suelo aplicar con asiduidad cuando hago referencia a cuestiones relacionadas con los vehículos de cuatro ruedas: «mecánica cuántica». Y no es por el hecho de que la industria automovilística haya llegado a un nivel tecnológico próximo al mundo de las partículas y subpartículas atómicas sino por que cada vez me resulta más complejo «cuantificar» que tipo de destrozos —económicos y morales— va a suponerme la próxima visita a ese antro de perversión donde torturan con saña mi vehículo otrosí, taller mecánico.
Todo suele comenzar con la visita al lugar de autos —nunca mejor dicho—. Esa mañana has descubierto que tu coche tironea cuando baja de revoluciones y te presentas allí sumamente acojonado. Oteas el horizonte con desesperación hasta descubrir al fondo del local a alguien que por su aspecto parece ser el jefe de taller. Compones tu mejor gesto y te persignas antes de dirigirte hacia él con paso dubitativo. «Buenos días, tengo un problemilla con el coche» le dices con voz humilde componiendo la mejor de tus sonrisas. Antes de responder, el individuo suele mirarte de arriba a abajo con un gesto a medio camino entre la conmiseración y el hastío. Vamos, como si por el simple hecho de atenderte estuviera haciéndote un favor en lugar de prestándote un servicio. Tras examinar tu aspecto hace un gesto con la cabeza indicándote que le cuentes tus desventuras. Comienzas a exponerle la razón de tu visita y a medida que avanza la narración, aquel ser va frunciendo el ceño, se frota la barbilla y espeta una serie de gruñidos guturales. Una vez terminada la exposición —y en gran parte de las ocasiones incluso antes de terminarla—, el mecánico te mira a los ojos y componiendo una digna expresión académica emite su docta opinión: «eso pinta mú mal». Un sudor frío comienza a recorrer tu espalda. «¿Qué tal arranca en frío?» te pregunta en tono inquisitivo. «Pues... más o menos bien» respondes tú, receloso, completamente atemorizado y dudando incluso del hecho de que el que tu coche arranque bien en frío sea una buena señal. Tras fruncir el ceño de nuevo, emite su juicio definitivo: «Eso va a ser del relé que une los transdrollos, que no permite el paso de tensión suficiente» —sentencia con ademán impasible.
A lo largo de estos años he llegado a descubrir una verdad incuestionable e inmutable relacionada con la industria del automóvil: cualquiera de las piezas que componen un motor es susceptible de sufrir mutaciones espontáneas y/o tiene la capacidad de reproducirse por partenogénesis. No importa que estés doctorado en Ingeniería Industrial y conozcas tu coche como si lo hubieses diseñado tú mismo. Cualquier mecánico de barrio será capaz de encontrar una pieza de la que nunca habías oído hablar y será justo esa la que se ha averiado en tu vehículo. Y no estamos hablando de la «junta de la trócola», no. Esa ya la teníamos todos más o menos ubicada. Ahora, el problema de la pieza averiada suele provenir de una «descalibración de los esborcios provocada a su vez por su excesiva proximidad al amplio radio de giro de los malafércios. Mayormente». Ahí es nada. «Ya se sabe. Ya no hay mecánica. Estos coches modernos son electrónica pura» suele sentenciar el erudito asistente de taller mirándote a los ojos con su mejor cara de póker. Y tú, cuando oyes algo así, piensas: «éste se ha metido p’al cuerpo dos cazallas y tres carajillos para desayunar». No es que ese hecho me moleste particularmente. Es más, nunca me he fiado demasiado de la gente eternamente sobria y mucho menos de aquellos especimenes que haciendo un alarde de euforia y desenfreno exacerbado se piden una cerveza sin alcohol con limón —agitado, no removido— y después te observan con la aguerrida expresión del que se toma un whisky doble pero, en cualquier caso, lo primero que se te viene a la cabeza ante tamaña situación es: «¿Por qué la gente se dará a la bebida tan temprano por la mañana?». Lo peor de todo es que ante tamañas afirmaciones técnicas, tú te la envainas y lo miras como si entendieses la raíz del problema. Lo único que eres capaz de articular es un lacónico «ya». No vaya a ser que al final sea verdad lo de los esborcios y quedes como un lerdo sin cultura mecánica.
La entrevista siempre suele terminar siempre de igual manera: «Déjelo en recepción y llame usted mañana». A ti comienza a entrarte el «síndrome del funcionariado» —por lo de «vuelva usted mañana»— con la diferencia de que al menos esos no te acaban pasando una factura del Copón de Bullas. A esas alturas tú tienes el corazón en un puño pero, aun así, haciendo acopio del valor suficiente, te atreves a realizar la fatídica y definitiva pregunta: «¿Cree que es séria la avería?» recibiendo por toda respuesta una apabullante conclusión imbuida de una sabiduría propia de la filosofía Zen: «Depende». Y al final terminas marchándote de allí cabizbajo, triste y apesadumbrado, tras perder una vez más la batalla frente a esas fuerzas tan contundentes como hostiles: los recovecos de la mecánica del automóvil.
Alcorcón, julio de 2005