ESOS LOCOS BAJITOS
Los críos pequeños y yo solemos mantener por norma un acuerdo tácito cuyo corolario solemos cumplir ambos a rajatabla: «no me toques los cojones y yo no te los tocaré a ti», es decir, que nunca nos hemos gustado mutuamente. Quizá ese sea el motivo por el cual cuando un tierno infante coincide conmigo por primera vez —y por segunda, y por tercera...— su primera reacción nada más verme sea echarse a llorar y buscar refugio entre las faldas de su madre aun sin haber mediado entre nosotros ni media palabra. Para mí que es como un sexto sentido. Consecuencia de esto es que a pesar de mis diez años de feliz matrimonio —y de las consiguientes presiones familiares que suelen comenzar siempre con un «a ver si os ponéis ya...»— aún no me haya decidido a hacer ningún esfuerzo por aumentar el índice de natalidad de este país. Ni ganas que tengo.
Pero no dejo de reconocer en mi fuero interno que, de cuando en cuando, estos pequeños cabroncetes tiene su puntito. Hay un refrán que dice «a quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos» y debe ser verdad porque hasta el momento esta vida me ha ¿premiado? con tres preciosas sobrinas. La mayor de ellas —una esbelta y arrebatadora morenaza de seis años que cuando tenga diez más va a traer a todos los hombres por la calle de la amargura, al primero de ellos, al receloso de su padre que va a tener que pegarse con medio barrio— es la única que me tolera un poco y más que nada por puro interés. Me explico. Ella siente autentica adoración por su tía —mi mujer— y sabe que el camino para llegar hasta ella, para quedarse a dormir el fin de semana en casa o para que venga con nosotros a cualquier salida que hagamos es camelarme primero a mí. Y la verdad: no se le da nada mal. Tiene arte y duende. En el genero femenino eso del arte para camelar es innato. Entendámonos: no estoy diciendo que la mujer sea una manipuladora natural, simplemente opino que el que acuñó el termino «armas de mujer» sabía lo que se decía. Algunas lo hacen con más gracia y otras de forma algo más burda pero ese arte, esa chispa, ese duende es inherente a todas ellas.
A lo que íbamos. A pesar de ese rechazo cordial y mutuo entre los tiernos infantes y yo, mi sobrina sabe buscarme las vueltas de una manera que me reafirma en el origen innato de sus dones. Esos gestos, esas tácticas no se aprenden y mucho menos con seis años. Ese don, o se nace con él o simplemente no se tiene.
Esta semana son las fiestas patronales de la localidad donde vivo. Arrastrados por el deseo infantil nos hemos dirigido al lugar donde está instalado el recinto ferial, ya saben: coches de choque, norias, atracciones del más diverso tipo y pelaje. Allí nos hemos plantado los cinco: la morenaza de seis años, sus padres, mi mujer y yo. Una vez ubicados delante de una de las atracciones —«el saltamontes» creo que se llamaba— la niña se ha empeñado en subir a ella. Su padre se ha hecho el sueco; su madre y su tía, tres cuartos de los mismo. Y en ese instante ha sido cuando la criatura, con una caída de ojos indigna de su corta edad, se ha dirigido a mí para decirme: «Tío Pedro, ¿subes conmigo? Porfa, porfa, porfa». Imagínense el cuadro. ¿Qué podía hacer yo? En fin, que allá íbamos la aprendiz de bruja y yo, directos a subir a una atracción en la que al último que vi bajar de ella se le habían caído los empastes de los botes que daba. Y yo acordándome de Herodes y de sus muertos mientras me ajustaba el cinturón de seguridad de aquella cámara de torturas disfrazada de atracción ferial.
Total, que aquello se pone en marcha y empieza a pegar unos botes del copón. Tras unas pocas vueltas yo ya estaba al borde del sincope y en ese momento mi sobrina, risueña y disfrutando del viaje como nadie, se ha agarrado fuertemente a mi brazo y me ha lanzado una mirada que lo decía todo. Y lo que esa mirada decía básicamente era «no me importa donde esté, no me importa lo que pase. Sé que estoy contigo y que no permitirás que me ocurra nada malo». Y en ese mismo instante, observando aquellos grandes y radiantes ojos que me miraban depositando sin reservas toda su confianza en mí he sabido que, llegado el caso, mataría por ella.
No sé si ese será el mecanismo que tiene la madre naturaleza para perpetuar la especie. O si será que me estoy haciendo viejo. Me da igual. Tan sólo sé que hoy he sido plenamente consciente de mi derrota, de que a pesar de mi guerra declarada, a pesar de todas mis reticencias, esos locos bajitos ganarán siempre. Hay que joderse.
Alcorcón, septiembre de 2004