LAURA


Laura sólo tiene treinta y seis años pero sus ojos traslucen una amargura capaz de colmar una vida entera, cientos de vidas quizá. Su mirada, esquiva y asustada, habla por sí sola de las cicatrices que surcan su alma. El caso de Laura quizá sea uno de tantos pero Laura es mi amiga y por ello no puedo por menos que tratar de aprovechar este espacio para darlo a conocer. Es lo menos que le debo.

Laura conoció a Lucas cuando ambos contaban con veinticuatro años. Divertido y carismático, Lucas era una persona admirada y respetada por todo el mundo. Amigo de sus amigos y detallista hasta extremos exagerados, colmaba a Laura de continuas atenciones hasta el punto de convertirse en la envidia de las mujeres que componían su circulo de amistades. Todas le comentaban a Laura la suerte que había tenido al conseguir que Lucas, un chico tan atento y cariñoso, se fijara en ella. Tres meses más tarde se comprometieron y un año después se casaron. Durante su noviazgo nada en la actitud de Lucas había hecho recelar a Laura pero, según ella misma, todo cambió a las pocas semanas de iniciar su vida en común.

En el ámbito público, la señal de alarma surgió cuando comenzamos a reparar en pequeños desprecios, desplantes aparentemente sin importancia pero cuanto menos raros, chocantes, incómodos para los presentes. «Tú calla, que no sabes de qué estás hablando» o «es que tú eres un poco bobita» eran frases que Lucas dedicaba a Laura cada vez con más frecuencia en las reuniones de amigos. A pesar de que, de cara a la galería, nada hacía sospechar que la cuestión fuese más allá de una agria y hasta cierto punto grosera diferencia de pareceres, lo cierto es que todos notamos que el carácter de Laura, alegre y risueño por naturaleza, se agriaba con el paso del tiempo. Todos nos dimos cuenta del cambio pero, salvo vagas especulaciones, ninguno pudimos o quisimos darnos cuenta del trasfondo de dicho cambio. A lo largo de tres años, Lucas y Laura tuvieron dos hijas que, sin embargo, no parecían colmar de felicidad a sus padres, cada vez más adustos y distantes con los que hasta ese momento habíamos sido sus amigos. Laura comenzó a frecuentar cada vez menos su círculo de conocidos —el común a la pareja y el suyo personal— argumentando que estaba muy atareada y que no disponía de tiempo. Las reuniones a las que ellos asistían se fueron espaciando cada vez más hasta terminar convirtiéndose en meros hechos anecdóticos y puntuales.

Un día, Laura comenzó a perder peso hasta extremos alarmantes y a lucir de forma casi perenne un uniforme compuesto por gafas oscuras y pañuelo al cuello. Todos constatamos —porque sospechar, lo sospechábamos desde tiempo atrás— el verdadero alcance de la situación. Acudimos en su ayuda pero, en esas circunstancias, es condición indispensable que la persona en cuestión rompa con sus miedos y recelos y permita que se le apoye. Es muy triste y doloroso comprobar cómo una persona a la que aprecias se cierra en banda argumentando los típicos y manidos «me di con una puerta» o «me escurrí y me caí» y construya con esos pretextos un infranqueable muro entre tú y ella. Esa persona no suele reaccionar hasta que se produce una chispa, un punto de ignición, un hecho que termine abriendo la caja de los truenos y desencadene el proceso. Porque, de forma invariable, esa chispa siempre acaba llegando. Y mientras tanto, tan sólo puedes rezar para que, al producirse, no conlleve con ello un hecho fatal e irreversible.

La chispa de Laura fue una paliza que Lucas le propinó y en la que se encontraba presente su hija pequeña de tres años —circunstancia que no detuvo a Lucas—. La chiquilla, con sus palabras a medias y su lengua de trapo, no cesaba de repetirle a su padre «¡”Cabón, cabón”!. No pegues a máma. No pegues a máma». Aquello fue más de lo que Laura pudo soportar. Ese mismo día cogió a sus hijas y se marchó para siempre. Su infierno terminó. Y quizá ganara a tiempo la última de las batallas pero la guerra no ha terminado. Ahora le resta sobrevivir a su purgatorio particular, un purgatorio repleto de pugnas, mentiras, crueldades y golpes bajos donde el principal demonio es la persona de la que una vez estuvo enamorada.

Lucas anda diciendo a todo el que quiere escucharle que fue él el que echó a Laura de casa porque la sorprendió en la cama con otro hombre. Que su segunda hija no es suya, cuestión por otro lado innegable debido al asombroso parecido físico. Que la culpa de todo es de «las golfas de sus amigas» que son todas «unas putas que no han hecho más que meterle pájaros en cabeza». Se ha despedido de su empleo para poder declararse insolvente, subsistiendo a base de chapuzas que no declara fiscalmente y que le evitan tener que abonar los doscientos míseros euros estipulados para la manutención de sus hijas. La última humillación sufrida por Laura fue cuando su propio suegro la llamó por teléfono reprochándola con acritud su decisión de solicitar la separación argumentando que «en el matrimonio hay que tener algo más de aguante». «¡Que aguante tu puta madre!», creo que fue su respuesta. Por fortuna, Laura cuenta con el apoyo de muchas personas. Personas que la aprecian y la quieren. Y eso la hace fuerte.

Alcorcón, agosto de 2005