INÚTIL Y DESACERTADO PREJUICIO
Recientemente he tenido ocasión de conocer a un personaje público bastante célebre. Es uno de esos tipos con gran tirón mediático, muy popular gracias a sus extensas relaciones con el mundo de la farándula y la Jet Set. El hecho se produjo durante una reunión social de esas que son organizadas con cualquier estúpida excusa y que, en realidad, ejercen la función de escaparate, reuniones a las que acudes para ver y a ser visto, a conocer y a que te conozcan. Mi presencia allí se debía a la confirmada asistencia de un par de amigos a los que hacía tiempo que no tenía ocasión de ver y a los que me apetecía mucho saludar. Y en esas andaba yo, Rioja en mano y a la caza de canapés, dando una vuelta por entre el amplio elenco de figurantes y celebridades que abarrotaba la sala. Yo era de los que ejercían de figurante.
Tras media hora de pasear arriba y abajo me topé con otro conocido —ninguno de los dos que había venido a visitar— acompañado por el notorio personaje antes mencionado. Fuimos presentados formalmente y dado que él, siendo quien era, no necesitaba aval ni introducción, mi conocido comenzó a glosarle mis supuestos méritos profesionales: prometedor novelista con dos libros en la calle, uno de ellos traducido al inglés, y un tercero en ciernes; ganador del premio José Saramago y bla bla bla bla… Mi interés en mantener aquella conversación se reducía a la tácita y obligada cortesía que suele regir este tipo de eventos y de la que es conveniente hacer gala pero lo cierto era que el hecho de conocer a aquel mediático personaje o que él me conociese a mí me importaba una higa máxime teniendo en cuenta que los principales logros del individuo en cuestión se reducían a intervenir en numerosas apariciones públicas rodeado de zorrones recauchutados, carcamales con un sentido sumamente equivocado del concepto de glamour y analfabetos de gramática parda cuyas declaraciones —patadas al diccionario incluidas— suelen provocar más vergüenza ajena que propia. Inmediatamente lo asimilé a él como genuino integrante de tan variopinta fauna.
Tras unos minutos de insulsa conversación, nuestro presentador vislumbró en la sala a otro conocido suyo y, disculpándose, se dirigió a saludarlo dejándonos allí a los dos. Durante unos instantes se produjo en tenso silencio que él no se atrevía a romper ni yo albergaba ganas ni motivos para hacerlo. Mentalmente trataba de encontrar la excusa adecuada que me permitiese zafarme de su presencia y, en ese instante, supuse que por mera cortesía y no porque realmente le interesase el asunto, mi interlocutor me preguntó por mi primera novela, El hombre que mató a Durruti. Con cierta indolencia le fui desgranando la sinopsis argumental de la obra. Novela de género policiaco donde el protagonista, émulo y trasunto de Sherlock Holmes, investiga las sospechosas circunstancias que rodearon la muerte del líder anarquista y tal y tal. Su comentario al hilo del tema me dejó de una pieza.
—La tesis del accidente es la más aceptada y, con seguridad, la más probable sin embargo, no deja de resultar curioso que el sargento Manzana que, recordemos, le acompañaba ese día, terminase por confinarse en México evitando todo tipo de posterior contacto con los republicanos en el exilio hasta perderse su pista de forma definitiva a finales de los años setenta.
Aquella información nunca ha sido alto secreto. De hecho, circula con absoluta normalidad y transparencia entre los estudiosos del caso pero no suele manejarla nadie que no disponga de ciertos conocimientos previos y se hubiese interesado con cierto empeño por la figura del anarquista y de sus vicisitudes la conocía. El estupor reflejado en mi rostro resultaba lo suficientemente explícito. Mi interlocutor se echó a reír con un gesto de sutil y displicente ironía perfilado en sus labios. De pronto, sus ojos se posaron en la distancia mientras su cara se contraía en un rictus de evidente desagrado.
—¡Mierda! Es Fulanito… Espero que no me vea. No me apetece lo más mínimo.
El tal Fulanito era una de las bestias pardas descritas cuatro párrafos más arriba. Arribista mediático encantado de haberse conocido a sí mismo y tonto del culo a tiempo completo. La perfecta compañía para una noche agradable.
—Ven, vámonos si no te importa —me indicó con cierta urgencia.
Nos alejamos de allí a toda prisa y nos dirigimos a la barra, ubicada en uno de los salones laterales. Pedimos dos copas y, una vez a salvo de depredadores, continuamos nuestra interesante conversación donde la habíamos dejado. El resto de noche charlamos acerca de lo divino y lo humano; de aficiones, conocidos e intereses comunes; debatimos sobre apasionantes cuestiones. En un arranque de sinceridad, llegó a contarme que, hacía años, había escrito y publicado dos apasionantes y documentados ensayos históricos que a nadie interesaron porque en ellos ni se revelaba ni se explotaba la caricaturesca vena del personaje público por el que era conocido y que lo había lanzado al estrellato. El tiempo pasó volando y la experiencia de aquella charla a dos resultó una autentica delicia. Cuando, horas después, al calor de dos whiskys y de una reveladora conversación, llegó el momento de la confianza y las confidencias, finalmente me atreví a lanzarle una insidiosa pregunta que estaba deseando hacerle desde hacía un buen rato: ¿Cómo una persona como tú termina dedicándose a ejercer de histrión para mayor gloria de un grupo de gilipollas? Su respuesta, exenta por completo de escándalos, actitudes ofendidas o atávicos agravios, no pudo ser más simple. Ni más precisa. «Chico, la vida… a veces te lleva por ciertos derroteros y tú, simplemente, te dejas llevar porque te interesa, porque esos derroteros te proporcionan la oportunidad de conseguir determinados fines que, de otra manera, estarían fuera de tu alcance. En ocasiones se paga un determinado peaje como, por ejemplo, el rechazo que tú has mostrado antes, cuando nos han presentado. No importa, estoy más que acostumbrado. En la mano de cada uno está el determinar si el lance compensa o no y a mí, a día de hoy, me compensa. Mañana, Dios dirá».
No compartí sus razones y así se lo hice saber. Él, por toda respuesta, sonrió con condescendencia y mudó de tema pero, desde ese día, algo ha cambiado. Ya no puedo evitar sentir un simpático respeto por cierto personaje público de este país. Y, sobre todo y ante todo, por la persona que se oculta tras dicho personaje.
Parque Coimbra, enero de 2007