HUBO UNA VEZ, HUBO UN TIEMPO...
Hubo una vez, hubo un tiempo en el que la televisión de este país —manipulada o no— intentaba y a veces conseguía, con mayor o menor fortuna, ser entretenida, instructiva y si me apuran un poco, incluso digna. Y esa circunstancia era acreedora de respeto.
Hubo una vez, hubo un tiempo en que la prensa de este país —manipulada o no— se solía ocupar de asuntos de notorio interés público y contaban con profesionales que cumplían con su cometido de modo decoroso. Y esa circunstancia era acreedora de respeto.
Hubo una vez, hubo un tiempo en el que una persona era famosa porque con sus cualidades —intelectuales, artísticas o humanas— contribuía al bienestar común, colmando las inquietudes —intelectuales, artísticas o humanas— de otra gente a la que gustaba de seguir su trayectoria. Y esa circunstancia era acreedora de respeto.
Pero de un tiempo a esta parte venimos asistiendo a un preocupante fenómeno social: el progresivo envilecimiento y degradación del concepto «ser famoso». Estamos asistiendo, en calidad de estáticos testigos, a un problema cuyas consecuencias resultan, como poco, imprevisibles. Es desalentador comprobar cómo hoy en día, el modelo de triunfador en la vida que provoca un mimético efecto de identificación —particularmente entre los jóvenes— se apoya en una serie de personajes —porque son personajes más que personas— cuyo mayor reconocimiento es salir en televisión sin dar palo al agua, conformándose con ser famosos por el simple hecho de serlo, sin necesidad de acreditar ningún mérito de tipo personal o profesional que lo refrende.
El falso negocio de la fama representa un autentico problema sobre el que no se ha prestado la suficiente atención. Este negocio construye un mundo ficticio, donde se miente descaradamente intentando mostrar lo fácil que es «ser alguien». Y se miente descaradamente porque se asocia equívocamente el concepto de «ser alguien» con espurias demostraciones como, por ejemplo, oficiar de contertulio en cualquier esperpéntico programa de televisión. Y lo que es peor, con esta consentida actitud se transmiten una serie de valores nada recomendables desde el punto de vista social porque se predica que el ideal triunfador es vivir en un mundo deslumbrante por muy vacuo que éste sea.
El éxito fácil y rápido parece ser el nuevo Grial. La cultura del dolce far niente. Fama y fortuna sin emplear apenas esfuerzo, a costa de lo que sea. La prensa amarilla, rosa, del corazón o del hígado, la televisión. Todos estos medios canalizan y suministran el producto anhelado, ofreciendo el espejismo de un mundo veleidoso y cutre pero que para ellos es, sin lugar a dudas, un lucrativo negocio que les produce pingües beneficios. Pero si lo analizamos de forma serena y objetiva: ¿Qué beneficio real obtenemos los consumidores de ese producto? Sinceramente, ¿Qué nos están vendiendo? ¿Qué bien social genera esta actividad? ¿Cultura? ¿Arte? ¿Ciencia? ¿Qué beneficio de tipo intelectual —o de cualquier otro tipo— nos genera el seguir la vida y milagros de tres rascatripas cuyo único mérito es decir que se han acostado con Mengano o Zutano, cobrando por ello —por decirlo e incluso probablemente por hacerlo—?
Esa glorificación del culto al escándalo, apoyada y soportada por los medios de comunicación, es un autentico cáncer dentro nuestra sociedad que provoca, entre otros perjuicios, el encumbramiento social de fulanas de medio pelo, autenticas «profesionales» —en el más amplio sentido de la palabra— a las que hoy se les denomina —o se autodenominan— «fenómeno mediático». «Soy un fenómeno mediático», he tenido ocasión de escuchar recientemente. No señora, no se equivoque. Las cosas, por su nombre. Lo que es usted es una guarra. Mediática, pero una guarra. Y ahora lo pinta usted del color que quiera.
¿Qué hacer ante el vano ensalzamiento de subnormales profundas cercanas al coma cerebral a las que, bajo un aparentemente simpático apodo frutícola, se nos quiere vender como en el «no va más» de la sensibilidad y la candidez?. ¿Cómo actuar ante la imagen de aristocráticos chulos de discoteca, de moral tan chusca como su intelecto, que nos venden su estulticia como filosofía de vida mientras lloran por los rincones añorando una mochila rota? ¿Realmente son estos los valores dignos de mérito y elogio en la sociedad actual?
Hubo una vez, hubo un tiempo en el que a esta panda de cretinos —y a los que los soportan y aúpan a sus pedestales— se les corría a boinazos en lugar de ensalzarlos. Y esa circunstancia era acreedora de respeto.
Alcorcón, febrero de 2004