GRATITUD


Miércoles. 19:15. Tarde fría y gris de primavera, desapacible en exceso para esta época del año. El Metro te acoge en sus entrañas con una violenta sensación de calidez en forma de bofetada de aire tibio y viciado. Me acerco hasta el andén y compruebo que el convoy se encuentra detenido en la estación. Suerte. Me ahorro cuatro minutos de estúpida espera, recorriendo las paredes vacías con la mirada para evitar cruzarla con la de otros viajeros. No tengo ganas de hablar. No tengo ganas de ver a nadie. No tengo ganas de aguantar a nadie. Ha sido un día de perros. Desastroso. Entro en el vagón y lo encuentro semivacío. Una pareja de jóvenes tontean manteniendo en voz alta una conversación cargada de promesas y de futuro. Un poco más allá, una señora muy peripuesta —abrigo de pieles de imitación incluido— mantiene una pose orgullosa, hierática, como si no se encontrase allí en esos instantes, como si el hecho de viajar en Metro le fuese algo ajeno, extraño, fuera de su esfera. A su lado, dos obreros con acento extranjero comentan las últimas incidencias de la obra en la que trabajan. Nada fuera de lo normal. Más de lo mismo.

Momentos antes de que las puertas se cierren se introduce en el vagón un curioso individuo, de edad indeterminada pero a todas luces madura, pertrechado por una profusa barba veteada de canas, un traje oscuro y una vetusta capa de paño. Su aspecto y su atuendo evidencian haber conocido tiempos mejores, tiempos pretéritos que se perfilan lejanos. Sin embargo, parece atesorar una cierta actitud pundonorosa, digna, majestuosa. Hay algo intangible en él que despierta una infinita ternura. Acto seguido, en el momento en el que el tren continúa con su itinerario, el hombre extrae de una ajada mochila un taco de hojas escritas al tiempo que comienza a declamar a viva voz mediocres ripios de rima consonante compuestos a partir de verbos en infinitivo. Fijo mi atención. Su prosa es atroz pero hay algo en él que me resulta muy llamativo. Es su talante. Su forma de recitar, de sentir lo que está contando. No es fingimiento ni afectación. No hay artificio. Realmente siente lo que está narrando, lo vive. Si se presta la suficiente atención, se puede incluso percibir en el encendido brillo de sus ojos una señal, el rastro de un valor escaso y raro: la férrea convicción de alguien que, en su fuero interno, profesa una fe imperturbable en lo que está haciendo. La determinación de alguien que, contra viento y marea, sin albergar la menor sombra de duda, cree en sí mismo y en la dignidad de lo que representa. Y descubro con cierta sorpresa como me recorre un sentimiento de admiración y envidia sana.

A medio trayecto entre estación y estación, el improvisado rapsoda concluye el recitado de su composición y recorre el vagón de lado a lado repartiendo entre los presentes las octavillas que lleva en sus manos. La mujer emperifollada lo recoge con un rictus de asco, como si el contacto con aquel papel le quemara las manos pero, inesperadamente, el poeta le dedica una exagerada y ampulosa reverencia versallesca. La mujer, tras unos breves instantes de estupor, le sonríe de forma abierta. «Ole tus cojones —pienso para mis adentros— Te la acabas de meter en el bolsillo». El poeta continua su camino, entregando sus versos, mientras por el rabillo del ojo compruebo como la peripuesta mujer echa mano de su bolso con la intención de extraer un óbolo destinado a su inesperado y lisonjero galán. Cuando ofrece las hojas a los obreros, estos niegan con la cabeza y el hombre no insiste. Al llegar a mi altura, me entrega una de las hojas al tiempo que me dedica la mirada más limpia y sincera que he tenido ocasión de ver en mucho tiempo. Acepto el escrito con una ligera inclinación de cabeza y agradezco su gesto con una sonrisa, mi primera y probablemente única sonrisa del día. El hombre continúa hasta el final del vagón y yo hecho un vistazo a la nota entregada, la misma que ahora, mientras escribo este artículo, tengo delante de mis ojos. Contiene unos versos igual de infames que los que acaba de entonar en alta voz y en la parte inferior, a modo de firma, una frase en la que agradece la voluntad del que quiera y pueda ayudarle. El poeta recorre de nuevo el vagón en sentido inverso recogiendo de los parroquianos o bien, la hoja entregada o bien, la dadiva requerida. Saco de mi bolsillo una moneda de un euro y observo como el semblante se le ilumina cuando le muestro la hoja y le miento piadosamente al decirle «Muy buenos, maestro. Muchas gracias». Él no conoce ni quizá entienda nunca el porqué de mi gratitud pero yo sí. Unos pasos más allá, la mujer engalanada le entrega lo que, en la distancia, me parece reconocer como un billete de cinco euros. El tren se detiene en la siguiente estación y las puertas se abren. Y mientras lo veo bajar y dirigirse con andar fatigoso al siguiente vagón para seguir cumpliendo con su cometido, le deseo en silencio la mejor de las fortunas.

Alcorcón, abril de 2005