FREE BIRD
«…If I leave here tomorrow
Would you still remember me?…»
La noticia llegó como un mazazo. Brutal. Demoledora. Una llamada telefónica y, durante un instante, el mundo dejó de girar. No podía creerlo. No podía admitirlo. Me dijeron que te habías marchado para siempre. Así, de golpe. Sin avisar. Sin tiempo para hablar. Sin tiempo para despedidas. Sin tiempo para decirnos todo lo que nos dejamos por decir. Te marchaste, compañero. Eso fue todo.
¿Qué sentí? No lo sé exactamente. Estupor. Desolación. Incredulidad. Un hondo vacío. Un perverso y feroz desasosiego que recorrió mis entrañas provocando punzadas de un dolor casi físico. Y Frío. Sobre todo, frío. Un frío inquieto, desapacible y gris que ese maldito domingo se instaló en lo más profundo de mi alma. Dicen que cuando se marcha un ser querido, una parte de nosotros mismos se marchita, se pudre, se pierde. Es inevitable. Por eso, al pararse tu corazón, con él, se paró también un poco el de todos nosotros.
Resulta tan increíble, extraña, irreal la idea de que no vayas a estar más con nosotros, compañero.
Por norma, siempre tendemos a concebir planes a medio y largo plazo, posponiendo asuntos para momentos que consideramos más adecuados, pensando que lo tenemos todo controlado, que somos dueños del tiempo y que podemos disponer de él a nuestro libre albedrío sin ser realmente conscientes de nuestra propia fragilidad. Si tan siquiera la sospechásemos, si tan siquiera nos detuviésemos un solo segundo a reflexionar sobre ello, creo que nos echaríamos a temblar. Por desgracia, son golpes como éste, zarpazos tan extremadamente dolorosos, los que terminan evidenciándonos lo efímero de nuestra existencia y los que nos empujan a tratar de calibrar con mayor precisión la verdadera relevancia de todos los detalles que componen nuestra vida.
Pero, aún sí, uno, en su impotencia, no puede evitar preguntarse los porqués. No puede dejar de preguntarse a qué demonios obedece este inútil despropósito. Desconozco si todo forma parte de los designios de alguien que así lo establece en aras de una finalidad que ninguno acertamos a comprender y mucho menos a intuir. Jamás creí en algo semejante y me constaba que tú tampoco. Sin embargo, de ser de esa manera, no me es posible concebir qué retorcido plan puede necesitar, entre sus directrices, que algo así se produzca. Ni quién, cómo maestro de ese plan, pueda necesitar que algo así suceda. Quién, en este mundo o en el otro, puede obtener beneficio alguno de la tragedia de vernos privados de tu presencia.
Porque de la misma manera que yo soy un cabrón redomado que tiene a gala ganarse enemigos en cada esquina, tú resultabas ser todo lo contrario. Eras de esas personas entrañables contra las que resulta inconcebible albergar algún tipo de rencor. A lo largo de mi vida he conocido a muy pocas personas con la integridad, coherencia, honestidad y valía moral de tu calado. A muy pocas personas que bajo cualquier circunstancia estuviesen ahí cuando se les necesitaba. Que se volcasen en cuerpo y alma con los suyos. A muy pocas personas para las que la lealtad fuese algo más que una palabra o un símbolo obsoleto y trasnochado. A muy pocas personas con las que mereciese la pena luchar codo con codo. A muy pocas personas como tú. Si alguien nos era necesario, ese eras precisamente tú.
Y por eso me revuelvo. Y reniego entre dientes. Y escupo mi desprecio hacia esta injusticia. Por eso maldigo en voz baja sin poder levantar la vista del suelo. Porque me cuesta entender, por más vueltas que le doy, a cuento de qué has tenido que marcharte, compañero. Precisamente tú. Con la cantidad de indeseables que hay sueltos por el mundo cuya presencia es perfectamente prescindible, en lugar del suyo, tuvo que salir tu número. ¿Sabes lo descorazonador que es tener que prescindir de aquí en adelante de esa invaluable fortuna que suponía contar con tu amistad? Te has marchado y nos has dejado aquí, solos y confusos, albergando como único legado el vestigio de soplos imperecederos, de confidencias, de sueños e ilusiones compartidas. Al fin de cuentas, ese es el único consuelo que nos resta. El recuerdo. La remembranza de todos los buenos momentos pasados a tu lado. Esos momentos que perdurarán en nuestra memoria como retazos de incalculable valor, dignos de ser atesorados como el más precioso de los dones. Porque la memoria es, en última instancia, además de un doloroso refugio, uno de los mayores patrimonios que poseemos, uno de los pocos que nadie podrá arrebatarnos nunca. Y tu memoria forma ya parte de ese tesoro.
Al menos, a modo de exiguo bálsamo, nos conforta pensar que tu despedida no es, en definitiva, un adiós. Es tan sólo un paréntesis, un hasta luego. Porque estoy seguro de que volveremos a vernos. La última vez que estuvimos juntos, dos días atrás, después del ensayo, te ofrecí tomarnos una última cerveza. Dijiste que no podías, que estabas liado y que tenías que marcharte. Que a la próxima sería. Ninguno de los dos intuíamos en ese momento que la próxima tendría que esperar. Aún así, espero que no lo eches en olvido. La próxima, donde sea, cuando sea, esa... esa va por mi cuenta. A cambio, tan sólo te pido un último favor. A donde quiera que sea que vayas, recuérdanos. Recuérdanos siempre. Recuérdanos al menos la mitad de lo que te recordaremos nosotros. Con eso, será suficiente.
Buen viaje, pues. Ve con los dioses, Jorge, vuela libre y que los vientos te sean propicios, compañero. Hasta que volvamos a vernos, querido amigo. Y preséntale a John Bonham nuestros respetos. Estoy convencido de que te recibirá con los brazos abiertos. En el fondo, él es el único que ha ganado algo con todo esto. Todos los demás hemos perdido.
Parque Coimbra, abril de 2007