DÍAS EXTRAÑOS


El día amaneció lluvioso y gris, teñido de taciturna melancolía, un certero presagio de lo que estaba por llegar. Diminutas gotas de agua restallaban furiosas contra el cristal de mi coche mientras los limpiaparabrisas hacían lo posible por rebatir el intenso aguacero que se desplomaba sobre la carretera. Una amarga desazón revoloteaba en mis entrañas al recordar el motivo de aquel viaje, una cita a la que no podía faltar. No se trataba de una celebración. Se trataba de conmemorar el que, con toda seguridad, ha sido uno de los trances más amargos que he tenido ocasión de vivir. Nos disponíamos a brindar un sincero, sentido y cálido homenaje al recuerdo de alguien querido que tuvo la fatalidad de verse obligado a partir, a marcharse de entre nosotros. Un año ya. Dicen que la distancia y el tiempo lo curan todo. Mienten. Quizá logren amortiguar en cierta medida la sensación de rabia e impotencia, quizá concedan el margen suficiente para tratar de asumir la fatalidad, quizá sean capaces de embotar el dolor, pero jamás curan nada. Mienten.

La lluvia arreciaba en intensidad. El paisaje en la sierra norte de Madrid era una inmensa cortina de agua desbordada tras la apertura de unos cielos que, con su gesto, parecían querer compartir la tristeza de ese día. Media hora más tarde llegaba a mi destino, con el corazón encogido y un sinfín de emociones reencontradas. Salió a recibirme Ana, la pequeña Ana, pletórica, inquieta y emocionada ante una jornada que auguraba el cálido y agradable reencuentro de viejos amigos. Tal y como, a buen seguro, se habría sentido su padre en idénticas circunstancias. Ya en el interior de la casa, el encuentro con Javier y con Lotti. Efusivos y sinceros abrazos. Cervezas. Charla intranscendente teñida de esa trascendentalidad que sólo es capaz de concebirse haciendo gala de una afectuosa camaradería. Poco a poco, el resto de la gente fue llegando, reuniéndose en torno a aquel emotivo contexto. Antonio, Nati, Ramón, África, Avo... También arribaron otros a los que no conocía o apenas recordaba pero a los que, ese día, me sentía férreamente unido a través de un sentimiento común. Y al fin, entre el maremagnum de personas y conversaciones, tuve ocasión de cambiar unas palabras con Agnes. La encontré bien. Con una melancólica tristeza rondando todos y cada uno de sus gestos pero tranquila, serena en su evidente pesar. Increíble fortaleza la suya. Y de ver a Hugo. Una imagen del pasado atrapada en el cuerpo de un niño de 19 meses. Los gestos, las risas, los mohines, las maneras. Todo en él evocaba la estampa de aquél que, ese día, nos había movido a reunirnos. Su contemplación resultaba tan fascinante como reparadora. Su presencia ayudaba a no sentirse tan lejano de aquél al que tanto echábamos de menos.

La mañana fue transcurriendo entre conversaciones y remembranzas mientras la lluvia seguía abatiéndose, erigida en mudo testigo de una jornada triste y dolorosa que todos tratábamos de convertir, a golpe de recuerdo, en algo cálido y acogedor. Aprovechando un claro, un descanso que el encapotado cielo quiso permitirnos, salimos al jardín. A alzar nuestras copas en memoria del amigo añorado y hacerlo delante del árbol que los allí reunidos, una mañana de abril de un año atrás, plantamos a modo de devoto homenaje destinado a aquél cuya ausencia había dejado tras de sí un vacío tan grande como imposible de cubrir. Brindis, bromas a medias y tristezas completas. Tras la breve tregua concedida por la lluvia, volvimos a entrar en la casa. Entre risas y alegría, Ramón y África anunciaron que esperaban un hijo. Me supo extraño, paradójico. Conmemorando el recuerdo de alguien que se había marchado, resultaba entrañable la celebración de una nueva llegada. Me pareció un amable caso de justicia poética, un perfecto ejemplo de cómo, para bien y para mal, la vida sigue su curso. Llegó la hora de comer. Mesa compartida, música y alegría en honor del ausente, más presente entre nosotros a cada momento. Las cadenciosas melodías de Van Morrison se intercalaban con la rabiosa explosión de energía de los primeros Police, flotando todo ello en aire y uniéndose para tejer una trama dulce, compacta y jubilosa. Un momento de intenso regocijo entre amigos. Un momento de los que él tanto disfrutaba.

La tarde fue diluyéndose entre copas y recuerdos. A última hora, saludos, despedidas y abrazos emocionados. Sinceras promesas de repetir la ocasión y el encuentro. Y, de vuelta a casa, una honda sensación de desconsuelo alojada en un rincón del corazón. Una sensación provocada por la cruel constatación de que, a pesar de las reuniones, a pesar de los gratos momentos disfrutados ese día, a pesar del encendido y añorado recuerdo a su memoria y a los momentos compartidos, siempre habrá un poso de profunda e inquietante tristeza rondando sobre nuestras cabezas. Porque nunca, jamás, esos encuentros volverán a ser lo mismo. No sin él.

Espero tener un día la oportunidad de contarles a Ana y a Hugo, cuando alberguen la edad suficiente para comprenderlo en toda su plenitud, la gran persona que fue su padre. Porque el calor emergido de los sentimientos vividos ese día, extraño y turbio, no fue nuestro. Fue tuyo, Jorge. Tan sólo tuyo.

Parque Coimbra, mayo de 2008