CINE Y LITERATURA
En una reciente columna, Lorenzo Silva se lamentaba de que No es país para viejos, la última película de los hermanos Coen, traicionaba el espíritu del texto de Cormac McCarthy en el que se inspiraba, desvirtuando en gran medida la esencia y el mensaje de la novela. Hace un par de meses, yo mismo juraba en arameo tras comprobar cómo la película Soy leyenda no sólo renegaba del planteamiento original del texto de Richard Matheson —mucho más profundo, oscuro e inquietante— sino que, puestos a desvirtuar, llegaba incluso a descontextualizar el propio sentido del título convirtiendo una de las obras cumbre de la literatura de ciencia ficción en un remedo sensiblero y moralista. La leyenda en la que Neville, su protagonista, terminaba por convertirse en la película distaba mucho del significado que Matheson le atribuía en su novela.
No se trata de denostar la calidad cinematográfica de las películas inspiradas en textos literarios. Una película puede ser una obra maestra y, aún así, destrozar literalmente el texto en el que se basa. Un claro ejemplo de ello es Blade Runner. Cine y literatura son dos ámbitos narrativos muy distintos, dos artes diferentes cuyos lenguajes albergan sus propias pautas, modos y tempos. El cine permite mostrar aspectos que el papel no logra transmitir y la literatura permite reflexiones casi imposibles de plasmar en imágenes. Llevar una obra literaria al cine es como traducirla a otro idioma. «Traductore, traditore», que decían los clásicos. Por muy correcta que sea la traducción, habrá muchos matices que se perderán en el camino porque quien traduce un texto actúa de interprete y quien escribe un texto no lo hace pensando en su futura traslación. Aprovecha el aquí y ahora, los recursos que le brinda el medio y el lenguaje en el que se desenvuelve sin detenerse a pensar que quien lo lea en un futuro puede que lo haga en otro idioma muy distinto al que se gestó la obra.
Por ello, no queda más que considerar que el trasfondo del asunto es otro, una circunstancia de una obviedad evidente: cada uno de nosotros, cuando llevamos a cabo el ejercicio de recrear un texto literario, aloja en su mente una visión privada de lo leído, una interpretación particular de los contenidos, un universo personal, una lectura propia en el sentido más literal del término. No hay dos personas que lean el mismo libro y lo hagan de la misma manera. No existen dos personas que imaginen el mismo escenario, los mismos matices, los mismos personajes de la misma forma. Quizá, en eso consista gran parte de la magia de la literatura. No sólo es asumible y aceptable sino que es en gran medida deseable. Por ese motivo, no me resulta difícil entender que una adaptación cinematográfica no es más que la visión personal que de un texto ha tenido su director y que la película no es más que el medio, la forma de plasmar en imágenes aquello que, para él, ha significado dicho texto. Y que, al no coincidir con nuestra visión de la obra, esa interpretación puede lograr que nos sintamos defraudados en gran medida.
Ahora bien, a pesar de comulgar con los argumentos arriba escritos, ello no es eximente para comprobar con consternación cómo mientras algunos directores son perfectamente capaces de mostrarnos su visión personal respetando el espíritu y la concepción de la obra original, aquella en la que la gran mayoría de sus lectores coinciden —no hay más que remitirse a ejemplos como El nombre de la rosa de Annaud o a Los santos inocentes de Mario Camus—, otros son incapaces, no ya de coincidir con la esencia captada por el resto de lectores sino de reconocer siquiera el mensaje y las cualidades fundamentales del texto que tienen delante de las narices. Por desgracia, en demasiadas ocasiones, de reinterpretar a malinterpretar existe un trecho excesivamente reducido. Y es que en el fondo el problema quizá no radique tanto en ser un mal director de cine como en ser un pésimo lector.
Parque Coimbra, marzo de 2008