CIUDAD CANALLA
Navego por el río de asfalto y luces en que se convierte de madrugada el Paseo de la Castellana mientras en la radio del coche Steve Ray Vaughan desgrana las notas de su soberbia guitarra en China Girl. La avenida se asemeja una inmensa colmena de luminarias que ocultaran un enigmático mensaje. Rojo, peligro. Verde, vía libre. Aprieto el acelerador y en un par de minutos cruzo la plaza de Colón. Tras derivar por el paseo de Recoletos acabo llegando al núcleo multicolor que tapiza la plaza de Cibeles. El edificio de Correos muestra su autentica y esquiva belleza a los noctámbulos que prefieren contemplarla a estas horas y frente a frente, el Banco de España trata de competir con su antagonista por un lugar en la memoria de los caminantes. Un poco más arriba, sobre el edificio Metrópoli, una victoria alada recorta su silueta en el cielo de Madrid como una eterna vigilante que cuidara de los suyos.
La fresca brisa penetra a través de la ventanilla del coche y me azota el rostro trayendo con ella sensaciones, momentos, memorias. La noche de Madrid subyuga de la misma manera que los desaires de una amante despechada: con pasión y rencor. Madrid es una loba herida que cuida de sus cachorros y los reconforta; un eterno blues que te sacude sin compasión. Cuando el ciudadano duerme, el Madrid evocador descubre sus encantos a todo aquel que tenga el coraje de disfrutarlos. Como canta Barricada, «la ciudad dormida tiene algo especial».
Aparco en las inmediaciones del parque del Retiro y contemplo la calle Alcalá desde la Plaza de la Independencia. En primer plano, la diosa Cibeles y tras ella un reguero de brillos multicolores a modo de inmóviles luciérnagas que se pierden en la distancia grabando a fuego en tu retina esa imagen como un fotograma inolvidable.
Me sumerjo en un viejo y olvidado local que destila nostalgia y decora sus muros con posters de conciertos de rock. El último reducto para los que buscan una copa tranquila, buena música y un momento de olvido, de inmunidad. Me acodo en la barra y pido un tequila. Tras unos minutos, al fondo del local tres mujeres cuchichean entre ellas al tiempo que lanzan sonrisas y miradas furtivas hacia la zona donde me encuentro. Esta noche no. No es lo que busco. He llegado sin equipaje y sin él quiero reemprender mi camino. Tras apurar mi tequila, pago la copa y salgo a la calle de nuevo. Subo a mi coche y continúo mi viaje hacia Dios sabe donde.
Mientras el electrizante saxo del tema de amor de Blade Runner me transporta a confines lejanos e inaccesibles rebaso la plaza de Atocha dejando a mi izquierda la sombría figura de la estación, testigo mudo de la infausta desventura que asoló recientemente el alma de esta madre amantísima, de esta ciudad canalla y salvaje que, a pesar de la contradicción, cuando es necesario vela por los suyos como sólo ella sabe hacerlo. Subo la calle Atocha, atravieso la plaza de Jacinto Benavente y al pasar observo cómo las almas en pena vagan en pos de su último suspiro clandestino. Finalmente llego a la calle Toledo. Dirijo el coche hasta el subterráneo de la plaza Mayor adentrándome en las entrañas de la Villa y Corte, de esta ciudad de hermoso pasado y aciago futuro a la que se es capaz de amar y de odiar con idéntica intensidad.
Dejo mi coche en las cercanías de la catedral de la Almudena y salgo a pasear por las calles semivacías antes que los primeros rayos de sol invadan la ciudad rompiendo ese etéreo halo de misterio que la envuelve. La desierta plaza de Oriente acoge mis pasos con indiferencia, sabedora —como si de un oráculo se tratara— de una inexorable verdad: que un día yo ya no estaré pero que ella seguirá ahí. Quizá ahí radique su indiferencia. La observo con detalle y concluyo que hay algo mágico en su desnuda y solitaria belleza como lo hay en toda esta maldita ciudad, una ciudad que te acoge, te absorbe y te escupe a velocidad de vértigo y de la que, sin embargo, eres incapaz de sentirte huérfano.
Amanece. De la mano del alba me asomo al balcón de la Cuesta de la Vega contemplando como el sur de la ciudad comienza a despertar asolado por un paisaje de infinitas sombras mientras bajo mis pies, más allá del río, la Casa de Campo dispersa a los últimos acreedores de sus amores mercenarios. Y la imagen se te queda tallada en la memoria de forma latente, plasmada como un cuadro, como una obra de arte que se graba en tus sentidos y que podrás reconocer siempre, donde quiera que estés, donde quiera que tus pasos acaben llevándote.
Alcorcón, julio de 2004