CARTA A UNA NIÑA


Lo cierto es que no te conozco personalmente. Sé de tu existencia por una persona cercana a ambos a la que tengo gran aprecio. Se trata de tu tío. Ese viejo gruñón con perenne cara de perro que siempre anda renegando de todo y de todos aunque, en el fondo, tú y yo sepamos que sólo es pose y apariencia. Qué te voy a contar que tú no sepas. La cuestión es que el hombre me tiene algo preocupado. Estos últimos días anda hecho una mierda. Triste, taciturno, sumido en una permanente congoja. No parece ni él. Si pudieses verlo, estoy seguro de que hasta tú te asombrarías.

La verdad es que tiene sobrados motivos para sentirse así. No puedo recriminarle nada. No puedo reprocharle esa rabia sorda y profunda del que sufre agudamente sin tener a quién hacer responsable por ello, no puedo recriminarle el sentir una cólera que casi puedo palpar cada vez que respira. Yo, en sus circunstancias, ya habría jurado en arameo y me habría cagado en el Copón de Bullas, en los doce apóstoles, en el brazo incorrupto de Santa Teresa y en la lanza de Longinos —cuestión que no dudo que él haya hecho ya en más de una ocasión—. Porque no me negarás que es una autentica cabronada que, con tan sólo dos años de vida, el Destino se haya cebado contigo de esa manera tan despiadada. Manda cojones que tenga que tocarte en suerte, precisamente a ti, un tumor cerebral de los más agresivos. Es como para dejar de creer en Dios, si todavía hubiese alguien tan iluso como para seguir haciéndolo.

Realmente, la situación está jodida. Muy jodida. Tú, desde el hospital, no puedes verlo pero tu tío me lo cuenta sin poder evitar que la voz le tiemble y que una neblina acuosa cubra sus ojos. Yo también soy tío, ¿sabes? Tengo tres preciosas sobrinas y cuando uno escucha por su boca los detalles de tu desdicha, no puede evitar que se le caiga el alma a los pies tratando de encontrar una razón que le ayude a comprender situaciones como la que estás sufriendo. Dicen que para todo hay un porqué. Si es cierto, te juro que me encantaría entender éste. Me encantaría entender porqué los Hados se empeñan en segar tu vida, en evitar que los tuyos puedan verte crecer, en extinguir tu sonrisa, en colmar de dolor a tus seres queridos.

Todos solemos andar de acá para allá como necios, perdiéndonos en disquisiciones vanas y disputas sin sentido, preocupándonos por asuntos que deberían merecernos la más absoluta de las indiferencias sin caer en la cuenta de lo que tenemos a nuestro alcance, sin lograr apreciar lo que verdaderamente importa en la vida hasta que la Providencia se encarga de soltarnos un puñetazo en pleno rostro como el que tú acabas de recibir. Entonces uno piensa, recapacita, intenta razonar sobre lo quebradiza que es la propia existencia y la poca importancia que solemos darle a las cuestiones que realmente la tienen. Pero somos tan estúpidos que acabamos haciendo lo mismo que cuando observamos un accidente en la carretera: reducimos aprensivamente la velocidad durante los siguientes diez kilómetros. Al kilómetro número once ya tenemos el acelerador a fondo de nuevo. La naturaleza humana es así de gilipollas, qué se le va a hacer.

La inconsistencia de nuestras contradicciones. Esa es la verdadera raíz de nuestros miedos y nuestra ira aunque tú aún no tengas edad suficiente para comprenderlo. Uno puede permitirse el atisbar las situaciones con cierta sensación de seguridad cuando comprueba que el rédito obtenido es el resultado proporcional de lo que se ha sembrado. Somos tan simples que, para apagar nuestras incertidumbres, nos basta una relación clara de causa y efecto pero lo que realmente nos incomoda, lo que realmente nos perturba son sucesos como el tuyo, sucesos en los que observamos inermes cómo la situación escapa a nuestro control y que terminan revelándonos de forma extremadamente dolorosa que tan sólo somos unas marionetas en manos de una ignota comparsa contra la que de nada sirve rebelarse y que nos maneja a su antojo con fines recónditos e inescrutables.

Hay días en los que uno se levanta tan sólo para seguir comprobando que la vida es una autentica hija de puta, una alcahueta bastarda que se encarga constantemente de recordarnos lo frágiles que somos. Y, en ocasiones, nos lo recuerda a costa de un precio excesivamente caro.

Parque Coimbra, diciembre de 2005