BATALLAS PERDIDAS


Siempre me ha resultado curioso comprobar como la mente es capaz de jugar de forma caprichosa con tus recuerdos. Como las reminiscencias permanecen ocultas en los recovecos de tu memoria hasta que una chispa fortuita hace brotar todo un torrente de sensaciones que creías olvidadas y enterradas.

Hace unos meses conocí a Fernando, lector, vecino y amigo. Contacté con él de forma casual a través de un foro de Internet relativo a la localidad donde ambos convivíamos. Desde ese momento, nuestra relación, aunque bastante esporádica, ha sido continua. De cuando en cuando intercambiamos mensajes a través del correo electrónico y hace unas semanas decidimos concertar una cita para conocernos, hacerle entrega de un ejemplar de mi novela y charlar un rato. Fernando se dedica al honroso oficio de bibliotecario y por cuestiones de incompatibilidad de horarios y de distintos compromisos, decidimos citarnos un viernes por la tarde en la biblioteca en la que él trabaja, durante su turno.

Por esos azares del destino, Fernando desarrolla su labor en la biblioteca a la que yo solía acudir a lo largo de mi infancia y parte de mi adolescencia. El día en cuestión acudí a mi cita y me planté ante una puerta que no había traspasado en los últimos veinte años. Nada más cruzar el umbral me sentí prisionero de una de las sensaciones de dejá vú más intensas que haya experimentado nunca, una de esas jugarretas de la memoria que comentaba. A ello contribuía de forma notable el hecho de que el lugar no hubiese variado un ápice en todo ese tiempo. Allí seguían aquellas estanterías de color madera repletas de libros; las mesas de lectura en la misma disposición a cuando yo las visitaba; los percheros y la mesa de recepción ubicados en idéntico lugar. Hasta el suelo enmoquetado me parecía el mismo aunque obviamente ya no lo era. En una décima de segundo, me sentí transportado en el tiempo y las conexiones sinápticas de mi cerebro patinaron de forma ostentosa. Me vi a mí mismo allí sentado, leyendo y releyendo textos que en aquel entonces me revelaban un mundo desconocido, un universo que yo devoraba con ímpetu, con ansía, con una pasión como pocas veces he sido capaz de sentir con posterioridad.

Evoqué cientos de sensaciones. El cómo se transmutó el sentimiento que me generaba inicialmente aquel lugar al que, en un principio, acudía por obligación, buscando material que me ayudara a realizar los trabajos para el colegio —esa fue la forma en la que, como muchos otros, supongo, yo descubrí el sugerente mundo de las bibliotecas—, para más tarde, visitarlo por autentico interés, por puro placer personal; las tardes de crudo y lluvioso invierno arrebujado en el interior de aquella estancia descubriendo con ávida fascinación los comics de Asterix mientras fuera, en la calle, los dioses hacían que el cielo cayera sobre nuestras cabezas; la lectura apasionada de los ajados y mil veces manoseados ejemplares de las historias de Tintín; el salir por la puerta henchido de satisfacción por haber conseguido en préstamo algún solicitadísimo ejemplar al que llevaba siguiendo la pista durante semanas. También rememoré uno de los descubrimientos más fascinantes de mi infancia: las aventuras de «El corsario de hierro» —ese sí era un tipo interesante y no esas julandronadas de «El capitán Trueno» o «El Jabato»— o mi decisiva iniciación en la lectura de los primeros libros «sin dibujos, sólo de letras», el devorar con autentico entusiasmo las aventuras de «Los tres investigadores» primero para después y con el tiempo, disfrutar de los textos de Conan Doyle, Isaac Asimov, Julio Verne o Emilio Salgari. Todas esas sensaciones se sucedieron en tan sólo una décima de segundo, desfilando por mi mente como una película a cámara rápida.

Aquella tarde, la biblioteca se hallaba semivacía. Tan sólo deambulaban por ella un par de personas y en el tiempo que Fernando y yo estuvimos charlando no acudieron más que otro par a lo sumo. El hecho me entristeció bastante. A mí, que considero que dos de las mayores patrias, de las muchas patrias a las que todo ser humano tiene derecho a disfrutar en esta vida, son las personas que ha amado y los libros que ha leído, el hecho de convivir en una sociedad en la que el treinta por ciento de sus miembros se vanagloria de no leer nunca siempre se me ha hecho un poco cuesta arriba pero el contemplar de forma fehaciente que esa situación no tiene visos de cambiar sino todo lo contrario y que esos santuarios se pudren en soledad hace que se te parta el alma.

Al menos, no todo fueron sinsabores. Tuve la agradable experiencia de conocer a alguien como Fernando y ganar un amigo. El viaje, a pesar de todo, no fue baldío. Mientras gente como él siga ahí, en su puesto, la batalla quizá no esté perdida del todo. La esperanza es lo último que se abandona. Dicen.

Parque Coimbra, octubre de 2005