AURORA ROJA


Me he pronunciado al respecto en numerosas ocasiones. Yo nunca quise ser literato. Ni siquiera escritor. Yo siempre quise escribir novelas. Y quizá, por este motivo, uno de mis más claros referentes siempre fue Pío Baroja. Autentico novelista de raza —probablemente el novelista español por excelencia del siglo XX—, siempre encontré en sus textos aquello que, durante toda mi vida, anhelé ser. No sólo sus escritos son excelentes. La capacidad de transmitir a través de ellos su experiencia vital con digna lucidez, con una retórica alejada de todo tipo de ornamentos innecesarios pero, a su vez, enormemente viva, fiel y escrupulosa, siempre me pareció una virtud encomiable de la que muy pocos pueden hacer gala. Excelente costumbrista y cabeza visible de esa generación a la que él mismo negaba pertenecer, Baroja fue testigo de excepción de los avatares sufridos durante un periodo histórico, el de la decadencia española de principios de siglo XX. Un crepúsculo que el novelista supo trasladar a sus obras con singular pericia, mostrándonos de una forma insólitamente certera a las gentes y el ambiente del Madrid de la época. Sus novelas son precisos esbozos testimoniales, con el valor añadido que eso supone. Baroja nos proporcionó, como muy pocos fueron capaces de hacerlo —quizá Galdós fuese el único a la altura—, abundantes notas descriptivas sobre la realidad urbana madrileña, especialmente en su ámbito más humilde: el ambiente proletario. Madrileño de pro aun a pesar de no haber nacido en Madrid, amó a esta ciudad con la pasión de todo aquel que termina sucumbiendo a sus encantos y evidenciando sus miserias.

Recuerdo la impresión que, tras su lectura, dejó en mí la trilogía La lucha por la vida y, en particular, la obra que la cierra: Aurora Roja. En esta novela, la más politizada de la saga, Baroja describe el incipiente movimiento anarquista madrileño y su repercusión en la sociedad capitalina. Si bien es verdad que el ideario mostrado en la obra se ve tamizado por la propia visión del autor, no muy próxima ni comulgante con el principio libertario —recordemos que, en Aurora Roja, Baroja asocia los entornos anarquistas del Madrid de la época a ámbitos próximos al lumpen que circula por la capital—, la imagen representada nos acerca de forma veraz a la realidad social —que no política— de una militancia de base que raramente ha sido descrita con tanta pulcritud por otros escritores y que el autor nos ofrece a través de los ojos de ese impagable personaje que es el veterinario Canuto.

Con esta trilogía, Baroja me ayudó a descubrir que Madrid era algo más que una ciudad. Me desveló que tenía un alma sórdida y desgarrada. Un alma tejida a partir de cientos de retazos agrestes que Baroja supo hilar con infinita maestría, dotando de un claro protagonismo a la mísera realidad de sus personajes. Y con ello consiguió a su vez ser uno de los precursores de un cliché literario que, con posterioridad, sería repetido hasta la saciedad: el personaje del antihéroe. Por que, al fin y al cabo, eso es Manuel, el protagonista de la trilogía. Un héroe no tan héroe, un superviviente nato que se deja llevar por un entorno eminentemente hostil, un entorno que le maltrata y le golpea y del que logra salir indemne una y otra vez. A través de sus textos, Baroja logró dejarnos una visión increíblemente certera de la realidad social en la que le tocó vivir y, para ello, encontró una excelente forma de narrarlo. Y su exquisitez no proviene necesariamente de la calidad estrictamente literaria de su prosa —denostada por muchos— sino de la pasión, el dinamismo y la sagacidad con la que la reflejaba. Al contrario que algunos de sus contemporáneos y muchos de sus sucesores, Baroja consiguió ser más de lo que probablemente pretendió: uno de los más excelentes novelistas de todas las épocas. Y quizá ese sea el más precioso de sus legados.

Parque Coimbra, febrero de 2006