EL HOMBRE QUE MATÓ A DURRUTI

La carismática figura del líder anarquista Buenaventura Durruti siempre estuvo rodeada de una fascinante aureola, de un halo mítico cuya intensidad ha sido capaz de perdurar hasta nuestros días. Tachado de delincuente por unos y de honesto luchador por otros, su tumultuoso periplo vital es considerado como uno de los más ilustrativos ejemplos de coherencia ideológica, la preclara muestra de cómo alguien es capaz de poner su vida entera al servicio del ideal libertario buscando la consecución de un mundo acorde a esos principios y llevar su decisión hasta las últimas consecuencias. Porque, a pesar de la errónea creencia de muchos, el activismo anarquista de Buenaventura Durruti no se reduce a su breve intervención durante la Guerra Civil Española —recordemos que ésta se inició en julio de 1936 y Durruti falleció en noviembre de ese mismo año—. Hasta llegar a ese trágico momento, la vida de Durruti estuvo marcada por decenas de emocionantes episodios que demuestran el coraje y el arrojo del anarquista así como su talante ante la vida. Tal y como declaraba el escritor y periodista Illya Ehrenburg, que lo conoció personalmente, «la vida de Durruti es imposible de narrar. Se parece demasiado a una novela de aventuras». Pero, curiosamente y a pesar de lo apasionante de su trayectoria vital, quizá fueron las circunstancias que rodearon su muerte las que más hayan contribuido a aumentar ese halo de leyenda que sustenta el mito. Y es a partir de ese hecho de donde se gesta la novela El hombre que mató a Durruti.

Desde hacía un tiempo, yo jugaba con la posibilidad de aunar las que siempre han sido dos de mis grandes pasiones: por un lado, la etapa histórica correspondiente a la guerra civil española y por otro, el tradicional género policíaco, la novela de intriga. Trataba de encontrar una historia atractiva y sugerente en la que incluir ambas características cuando, a raíz de mis lecturas, conocí las curiosas circunstancias que rodearon la muerte de Buenaventura Durruti. Fue como una revelación. No necesitaba fabular ningún hecho insólito o fascinante, ninguna historia particularmente truculenta. Lo tenía todo ahí, al alcance de la mano. Había en el episodio demasiados matices, demasiadas incertidumbres como para no intuir tras él todo un mundo de posibilidades. Durante meses, me documenté de la forma más exhaustiva posible acerca de los detalles relativos al hecho y, tras llegar a una serie de conclusiones personales —que traté, de una forma u otra, de trasladar al texto—, no pude por menos que subyugarme a la idea de crear, con todos los detalles recopilados, una historia que navegase en torno a las distintas hipótesis que se barajaban acerca de la muerte del líder anarquista. Casi desde su inicio, decidí que el hilo argumental de la historia estuviese conducido por dos curiosos personajes: el comandante Fernández Durán y su asistente, el teniente Alcázar. La elección se debió a mi interés por homenajear de forma medida y consciente a los ancestrales Sherlock y Watson que hace ya más de un siglo creara Conan Doyle y que hacen de mi novela una fiel deudora de los aspectos más canónicos del genero de detectives. Dichos personajes son los que a lo largo del relato tratan de conducir al lector por los vericuetos de las que fueron las últimas horas de vida de Durruti mostrando cómo, en todo acontecimiento, los hechos siempre son susceptibles de ser matizados; mostrando cómo, sin tratar de mentir de forma consciente, cada uno cuenta su verdad, la que él cree a pies juntillas y que dicha verdad no siempre tiene por qué coincidir de forma objetiva con los hechos desnudos. Con todos estos ingredientes, decidí ponerme manos a la obra y el resultado fue El hombre que mató a Durruti, un texto escrito desde la perspectiva del divertimento, sin otra intención que la de atraer al lector hacia una historia singular y sin mayor propósito que el de hacerle disfrutar de una ficción interesante con la salvedad de que quizá dicha ficción contenga más elementos de verdad de los que puedan presuponerse en un principio. O quizá no. Esa es una conclusión a la que cada lector deberá llegar por sí mismo.

Desde un punto de vista más prosaico, la génesis de El hombre que mató a Durruti se produce a partir de un recorte de prensa que llegó a mis manos en agosto de 2002. En dicho recorte se recogía un extracto de unas declaraciones que Antonio Bonilla Albadalejo, destacado miembro de la Columna Durruti y presunto testigo de primera mano de la muerte del anarquista, le hacía a Joan Llarch, autor del libro La muerte de Durruti. A pesar de tener referencia con anterioridad de los hechos que allí se mencionaban, algo en el contenido de aquel artículo me resultó muy llamativo. Además de la declaración de Bonilla, en el mismo artículo se afirmaba una circunstancia que yo desconocía por aquel entonces y que llamó poderosamente mi atención: el sargento José Manzana, otro significado miembro de la Columna Durruti y uno de los últimos acompañantes del líder anarquista, había luchado en las Reales Atarazanas de Barcelona del lado de los militares sublevados y, una vez tomado el lugar por los anarquistas, había salido de las dependencias para unirse a las tropas milicianas. Releí el artículo de nuevo por si hubiese interpretado de forma incorrecta el dato. No era así. Y la pregunta surgió: ¿Cómo fue posible? ¿Cómo un oficial del ejército que lucha al lado de los sublevados en el inicio del levantamiento —lo cual debería convertirle, como mínimo, en persona de antecedentes sospechosos— no sólo se une a los milicianos a los que supuestamente había combatido pocas horas antes sino que además, con el tiempo, termina convirtiéndose en asesor militar, hombre de confianza y compañero inseparable de Durruti?

Mi curiosidad se disparó. Y a partir de ese momento dediqué mi tiempo —en principio, por puro placer personal, sin ningún otro ánimo posterior— a tratar de ampliar la información de la que disponía sobre la vida y las circunstancias que rodearon la muerte de Buenaventura Durruti y sobre la figura del sargento José Manzana Vivó. Para llevar a cabo esta tarea, amén de numerosos artículos y reseñas, me ayude de tres puntales básicos, de desigual entidad desde un punto de vista documental pero todos de interesante contenido: El corto verano de la anarquía de Hans Magnus Enzensberger, La muerte de Durruti de Joan Llarch y, sobre todo y ante todo, Durruti en la revolución española de Abel Paz, el referente más directo y preciso para todo aquel que desee acercarse con profundidad y rigor a la figura de Buenaventura Durruti. Gracias a estas lecturas y con el tiempo, terminé por conocer y apreciar con mayor profundidad todos los aspectos relativos a la figura del carismático líder anarquista pero, debo reconocerlo, mi interés continuaba centrándose en las sorprendentes circunstancias que rodearon su muerte.

Lo más llamativo del asunto resultaba ser la constatación de que, desde un primer momento, existieron grandes lagunas en torno a la secuencia de hechos: versiones contradictorias, declaraciones inverosímiles, testigos improbables. De hecho, Abel Paz, en su libro, dedica a este suceso un capítulo con el sugerente titulo de Las muertes de Durruti, así, en plural. Lo más excéntrico del caso no era que, con el paso del tiempo, el acontecimiento hubiese terminado por desvirtuarse sino que los detalles del asunto parecían estar viciados desde su mismo inicio. Voces discordantes, cada una con el crédito que su posición merecía, se alzaban con interpretaciones diametralmente opuestas. Por no conocerse, ni se conocía —ni se conoce a ciencia cierta— el lugar preciso en el que sucedieron los hechos. Cuantos más pormenores descubría, más cuantiosas se hacían las diferencias. Cuanto más conocía, mayores eran los detalles inmersos en una notable incertidumbre. En definitiva, cuanto más avanzaba, menos parecía conocer acerca de la cuestión. Pero, durante el proceso, aprendí algo importante: a leer entre líneas, a tratar con la asepsia necesaria los datos recabados y a tratar de escrutar con cierta lucidez los testimonios que podrían ser veraces. Si un detalle concreto aparecía en tres declaraciones diametralmente opuestas, había grandes posibilidades de que ese detalle fuese relevante y digno de tener en cuenta. No es que resulte un método muy científico pero a mí me ayudo a separar el grano de la paja.

A finales de noviembre de 2002, con toda la documentación recopilada hasta ese momento y casi a modo de ejercicio personal, decidí iniciar un relato que cotejase las hipótesis vigentes sobre de la muerte de Buenaventura Durruti. Tratando de buscar el tono adecuado, resolví escribirlo desde la perspectiva de un relato policíaco y pude de esta manera cumplir con otro de mis deseos: rendir un homenaje sentido y consciente a uno de los padres del género, del cual siempre me he declarado rendido admirador: Sir Arthur Conan Doyle. Y así, dispuse de todos los elementos necesarios. Unos datos, una meta, una historia y una particular forma de contarla. Me puse manos a la obra y el resultado terminó siendo El hombre que mató a Durruti.

Durante su redacción, amén de no cejar en el empeño de reunir documentación y de tratar que el relato resultase lo más veraz y verosímil posible —lo que me llevó, entre otras cuestiones, a dar largos paseos por la Ciudad Universitaria, las inmediaciones del Hospital Clínico y la plaza de la Moncloa en busca de detalles y atmósferas que poder trasladar al texto—, me encontré con diversas dificultades que fui sorteando de la mejor manera posible. Una de las más curiosas fue la ingente cantidad de material recopilado durante la etapa de documentación —aunque mucho del mismo no pudiese ser contrastable ni contrastado—. Mi intención inicial era escribir un relato breve que pusiese de manifiesto lo paradójico de la información disponible acerca de la muerte de Durruti, tratando de poner en boca de los protagonistas lo que no eran más que las distintas hipótesis existentes, incluyendo mis propias conclusiones al respecto. Quince páginas. Veinte a lo sumo. Y, sencillamente, no pude. La cantidad de datos, de matices, de teorías, de incógnitas recopiladas a lo largo del tiempo era tal que, una vez me inicié en la labor de exponerlos de forma novelada, no puede parar. Y ello concluyó con la redacción de una novela en lugar de ese relato breve que yo tenía en mente.

A punto de dar por finalizada la historia, cayó en mis manos un interesantísimo artículo del periodista Óscar Arauxo publicado en El periódico de Cataluña que, además de proporcionarme la perspectiva necesaria para la particular vuelta de tuerca del capitulo final, ayudó a matizar mis propias conclusiones y a responder en parte a la cuestión que supuso para mí la chispa iniciadora de toda esta aventura: la figura del sargento José Manzana y la sorprendente relación que mantuvo con Buenaventura Durruti. Desde aquí, mi más sincero agradecimiento para el señor Arauxo.

Para finalizar, me gustaría dejar constancia de que, como autor, el desarrollo de El hombre que mató a Durruti terminó por colmarme de amplias satisfacciones, personales y profesionales. Me ayudó a tener una mejor perspectiva de la figura de alguien con una trayectoria vital muy fuera de lo común, capaz de luchar por sus convicciones morales hasta las últimas consecuencias y, a su vez, me permitió dar a luz una obra narrativa que considero, cuanto menos, digna y honesta. En cualquier caso y en última instancia, es al lector, autentico destinatario del texto, al que le concierne determinar si dicho trabajo mereció la pena. Y espero, de corazón, que así sea.