LA QUINTA COLUMNA

Esta expresión, acuñada a raíz de unas declaraciones realizadas por el general Mola, sería adoptada de forma universal para designar a todas aquellas personas que, en la retaguardia de un ejército, se dedican al espionaje, difusión de noticias y lucha clandestina en favor del enemigo.

En agosto de 1936, durante el avance de las tropas sublevadas hacia Madrid, Emilio Mola fue preguntado por un periodista acerca de cual de sus cuatro columnas sería la primera en tomar la ciudad. El general, en un alarde de vanidad, replicó que lo haría «una quinta, que ya se encontraba en el interior de la capital». Con estas enigmáticas palabras, Mola se estaba refiriendo a un sector de la población de Madrid que simpatizaba con las ideas de los sublevados y que participando en acciones de sabotaje, contribuirían a minar la moral de la población y las tropas leales al régimen republicano, facilitando así la caída de la capital. Esta declaración daría lugar al nacimiento de la expresión «quinta columna» para denominar de forma genérica a todo grupo de personas dedicadas de forma encubierta a labores de insurgencia dentro de territorio enemigo. A pesar de su similitud, conviene matizar las diferencias semánticas entre este término y el de «resistente» o «resistencia». El «resistente» puede considerarse como «el adversario declarado dentro de un territorio» y su planteamiento se acerca más a la concepción del término «guerrillero» —palabra también de origen español—. Sus miembros son enemigos que luchan de forma abierta dentro de un territorio normalmente ocupado por un invasor mientras que el «quintacolumnista» es más bien «el supuesto amigo dentro de nuestro territorio», aquel que en apariencia es una persona leal a las filas en las que milita pero que realiza de forma velada una labor diametralmente opuesta, definición, por tanto, más cercana al término «infiltrado».

En el Madrid de la época se les conocía por el sobrenombre de «emboscados» y, a pesar de la «boutade» del general Mola, podemos afirmar, tal y como se indica en el excelente trabajo de Javier Cervera Gil, La Ciudad Clandestina, que en los inicios de la contienda nunca existió en Madrid una estructura de suficiente entidad que velara de forma organizada por los intereses de las personas afines a los ideales de los sublevados. Todo lo más, pequeñas y aisladas agrupaciones de marcada significación falangista cuya única pretensión era evitar que sus miembros fuesen descubiertos y arrestados. Por desgracia y de forma involuntaria, Mola, con sus desafortunadas declaraciones, provocó un intenso clima de desconfianza entre los madrileños sitiados. Esta suspicacia terminó desembocando en una fuerte acción represiva que culminaría con detenciones masivas, encarcelaciones y fusilamientos de todo aquel que fuese sospechoso de ser «quintacolumnista».

Lo que sí es cierto es que a finales de 1936 y en respuesta a esta dura acción represiva, dichas agrupaciones comienzan a organizarse de forma cauta y sistemática con el fin de apoyarse mutuamente y, al tiempo, tratar de sembrar entre la población madrileña, en la medida de sus posibilidades, el entorno apropiado que ayudara a aceptar de mejor grado la entrada de las tropas nacionales. En este sentido, una de sus actividades más relevantes consistió en la difusión de opiniones negativas sobre la situación de la guerra o las condiciones de vida en la capital. La consigna era dibujar un escenario tan desastroso que propiciara el deseo entre los ciudadanos de la llegada de las tropas nacionales. Las comunicaciones radiadas tendrían un cometido esencial puesto que con la recepción de emisiones provenientes de la zona nacional se obtenían noticias sobre el frente que estos grupos se encargaban de propagar convenientemente por bares, mercados y zonas públicas de la capital. La situación llegó a tal extremo que el gobierno republicano se vio obligado a prohibir la tenencia no autorizada de aparatos receptores de radio —para los que se requería un permiso especial— y a emitir un decreto en febrero de 1937, en el que se consideraba delito de alta traición, «difundir o propalar noticias o emitir juicios desfavorables a la marcha de las operaciones de guerra o al crédito y autoridad de la República [...]», así como, «los actos o manifestaciones que tiendan a deprimir la moral pública, desmoralizar al Ejército o a disminuir la disciplina colectiva».

Sin embargo, las labores de estos grupos no se limitaron a actos de información y contrainformación sino que, en muchas ocasiones, realizaban tareas más arriesgadas como la recopilación de informes sensibles sobre cuestiones militares o la dotación de asilo a represaliados y perseguidos. Para coordinar estas labores de ayuda se constituyó una asociación clandestina denominada «Auxilio Azul» —en clara contrapartida con el denominado «Socorro Rojo»—, gestionada principalmente por mujeres y que se encargaba de la obtención de salvoconductos y documentación falsa; recaudación de bienes, fondos, medicinas y artículos de primera necesidad con destino a estos refugiados e incluso la prestación de asistencia médica a aquellas personas que lo requerían. En numerosas ocasiones, entre estas labores de asilo y refugio, se incluía la confección de planes de huida hacia zona nacional. En estos actos llegaron a participar, a título particular y de forma especialmente reseñable, numerosos ciudadanos extranjeros cuya situación en el país estaba credencialmente amparada —por ejemplo, el cónsul de Noruega Félix Schlayer o la mejicana Carmen Gabucio— así como embajadas y legaciones diplomáticas de diversos países como Chile, Suecia, Perú o Finlandia, lugares todos que sirvieron de refugio a centenares de madrileños. Con el tiempo, el uso de estas ubicaciones, en teoría seguras, acabó siendo de dominio público hasta tal punto que algunas de ellas (la de Finlandia y, con posterioridad, la de Turquía) fueron asaltadas por la policía republicana, acusadas de albergar prófugos en su interior. También se recuerda como una de las contramedidas republicanas más conocidas la creación de una ficticia embajada de Siam en la calle Juan Bravo, número 12, donde se prometía asilo y huida a zona nacional a todo aquel que lo solicitase. Decenas de falangistas fueron atrapados por las autoridades republicanas sirviéndose de esta añagaza.

Al contrario de lo que suele suponerse, entre las prácticas llevadas a cabo por la «quinta columna» no se dieron apenas acciones armadas dignas de reseña y éstas tan sólo se produjeron durante un periodo muy breve al inicio de la contienda. Durante esos primeros meses, francotiradores falangistas —conocidos como «pacos» debido al sonido característico que emitían los fusiles al ser disparados— intimidaban a los milicianos desde las azoteas de los edificios y algunas de las sedes de comités y sindicatos fueron objeto de atentados con artefactos explosivos. Incluso algunos «quintacolumnistas» llegaron a formar comandos que circulaban a toda velocidad por las calles de Madrid, ametrallando a su paso a grupos de milicianos armados. En cualquier caso y salvo excepciones esporádicas, todas estas acciones armadas dejaron de llevarse a cabo en fecha muy temprana ante su evidente ineficacia puesto que casi siempre se saldaban con la detención y posterior ejecución de los individuos implicados y de gran parte de las personas de su entorno. Ante el evidente riesgo que conllevaban estas prácticas, los infiltrados optaron por acciones más subrepticias como actos de quebranto contra armamento y propiedades militares y el acopio de armas y municiones con las que colaborar en los primeros momentos de la entrada de las tropas nacionales en Madrid.

A lo largo de los tres años de contienda y en vista del desarrollo de los acontecimientos, la importancia de la «quinta columna» en Madrid fue haciéndose a cada momento mayor y más decisiva. La persecución a la que fueron sometidos estos grupos, sin abandonarse, sí se hizo menos intensa debido a que, con el transcurso de la contienda y en vista del cariz que tomaba la misma, las preocupaciones de las autoridades republicanas en Madrid comenzaron a ser de otra índole. Su presencia en determinados ámbitos se afianzó hasta el punto de ser precisamente miembros de la «quinta columna», coordinados desde zona nacional por José Ungría Jiménez, alto oficial del SIPM (Servicio de Información y Policía Militar), los que iniciarían en secreto las negociaciones entre el bando sublevado y el general Casado en febrero de 1939, conversaciones que culminarían con la entrega de la ciudad de Madrid.

En cualquier caso y dejando al margen las valoraciones políticas de los hechos y de las circunstancias que los rodearon, es de justicia reconocer que la actuación de estos grupos de «quintacolumnistas» contribuyó a salvar vidas en un Madrid sitiado en el que, tristemente y al igual que en otras muchas contiendas, la vida ajena terminó siendo uno de los valores menos preciados. De la misma manera que, con coraje y valentía, lo hicieron el anarquista Melchor Rodríguez García, «El Ángel Rojo» quién, como director de prisiones, consiguió poner fin a las «sacas» de presos en diciembre de 1936 o el socialista Julián Zugazagoitia, que, desde su puesto de Ministro de la Gobernación republicana, realizó intensas gestiones para salvar las vidas de muchos compañeros, entre ellas y de forma especialmente reseñable, la de Andreu Nin —trámite que, en este caso y por desgracia, resultó infructuoso—. Y es que la integridad, la honradez y las razones humanitarias no suelen ni tienen porqué entender de consideraciones políticas.